Por Jorge Jaraquemada
Publicado en El Líbero, 31 de agosto de 2021
En las últimas semanas hemos presenciado una serie de manifestaciones y decisiones de la Convención Constitucional que ponen en jaque la libertad de expresión. Una de ellas fue excluir a un constituyente de la comisión de Derechos Humanos y negar audiencia a tres organizaciones, entre ellas la Fundación Jaime Guzmán, bajo una injustificada acusación de negacionismo, término que en ese momento ni siquiera había sido definido. Si bien estas decisiones posteriormente fueron revocadas, por sí solas dan cuenta del intento por imponer una cultura de la cancelación a quien piensa distinto, atentando gravemente contra un valor democrático fundamental, como es la libertad de expresión.
Luego, la comisión de Ética esbozó una arbitraria definición de negacionismo en su propuesta de reglamento de Ética y Convivencia, de una amplitud que raya en la insensatez y propuso aplicar sanciones que pretenden silenciar las opiniones distintas, tales como suspender el derecho a voz del constituyente infractor durante un período de tiempo o incluso someterlo a un proceso de reeducación en la materia “negada”, tal como se acostumbraba en los totalitarismos comunistas del siglo anterior. Esto ya no sólo socava la libertad de expresión sino también la libertad de conciencia.
Una de las subcomisiones de Reglamento, por su parte, propuso que los constituyentes no puedan abstenerse en las votaciones, estando obligados a votar afirmativa o negativamente. Esta medida luego mutó a que las abstenciones no se contarán para alcanzar el quórum de aprobación de la decisión sometida a votación. Un ejemplo: en una comisión de 11 constituyentes la mayoría de aprobación es de 6 votos. Si se aprueba excluir las abstenciones, en esa misma comisión con 5 votos a favor, 4 en contra y 2 abstenciones, la medida igual se aprobaría. Es decir, por una vía procesal, se alteran las mayorías y se condena a quien se abstiene a la irrelevancia, pues su voto simplemente no vale.
No debería sorprendernos que la desafección a la deliberación racional y el diálogo se sigan manifestando en la Convención, poniendo en jaque la libertad de expresión. Hay sectores radicales que intentan atribuirse una superioridad moral que termina siendo despótica al imponer la censura y la cancelación de quienes disienten de su particular visión del mundo.