Por Jorge Jaraquemada
Publicado en CNN Chile, 27 de agosto de 2022
Independiente del resultado del plebiscito del próximo domingo –tal como manifesté hace varios meses atrás en este mismo espacio, mucho antes de que el país conociera el texto constitucional– el trabajo de la Convención Constitucional fracasó. El texto divide al país, así como también los constituyentes de la izquierda radical que lo escribieron a su antojo.
Antes de que siquiera lo plebiscitemos el texto ya genera tantas interpretaciones entre expertos constitucionalistas como discordia entre políticos y ciudadanos; al punto que el mismo oficialismo propuso reformarlo. Y como de todos lados se escuchan voces que nos dicen que el proceso, gane la opción que gane el 4 de septiembre, continuará, es conveniente tener presente lo que nos ha ocurrido para no continuar repitiéndolo en el ciclo que se abrirá con el resultado de ese día.
Desde el 18 de octubre de 2019 nuestro país padeció una insurrección que mostró una crisis social y política que, en sus causas, iba mucho más allá de carencias materiales. Luego de años en que venía germinando la agresión verbal y la violencia en las manifestaciones, junto con asentarse el imaginario de que éramos el país más desigual del mundo, finalmente los torniquetes cedieron y estallaron a punta de acelerantes.
La emocionalidad ideológica que proliferaba hace tiempo en las redes sociales, después del 18/O encontró otras dos plataformas que colaboraron (conscientemente o no, da lo mismo) en conseguir el objetivo de hacer estallar nuestra gobernabilidad, a saber, los medios de comunicación tradicionales y varios fiscales dispuestos a impulsar acciones judiciales por doquier.
El Acuerdo por la Paz y Nueva Constitución que firmaron las fuerzas políticas el 15 de noviembre de 2019 se soportaba, nos decían nuestras autoridades, en al menos dos pilares. De un lado, una necesidad de contener la violencia que amenazaba nuestro Estado de Derecho.
De otro, ofrecer concordia política a través de un nuevo pacto social. A la vez, ambos pilares contenían en su interior los argumentos de que necesitábamos encontrarnos como país y que la violencia podía empujar cambios.
De buena fe algunos sectores pusieron sus firmas y voluntades para sacar adelante dicho acuerdo. Sin embargo, no bien guardar sus lapiceras la mayoría volvió a sus trincheras. Lejos del espíritu común que marcó nuestra transición democrática, el acuerdo por la paz y un nuevo pacto social no fue honrado por las izquierdas radicales. No podemos soslayar que octubre también infectó y cambió el modo de hacer política en Chile.
La lluvia de acusaciones constitucionales (dos de ellas dirigidas contra el entonces presidente Sebastián Piñera), las provocaciones a las Fuerzas Armadas, los homenajes a la “primera línea de violencia”, son todos claros ejemplos de este cambio radical que no debiéramos olvidar, porque a casi tres años del llamado estallido y a días del plebiscito que evaluará tanto el texto como el proceso mismo, tal como señaló el ex constituyente Atria “es innegable que la revuelta de octubre es el inicio del proceso constituyente”.
La elección de convencionales rápidamente reveló que la fórmula elegida por el sistema político profundizaría nuestra crisis. Detrás de la consigna de independencia y la inclusión reparativa de integrantes de pueblos originarios se ocultaban intereses ideológicos y fragmentarios que, apoyados en la amplia mayoría que obtuvo la izquierda extrema, los impulsó desde el primer día a radicalizar el proceso desde la lógica política de los antagonismos.
Había que agudizar las diferencias y, desde la comodidad que daba contar con los dos tercios en la Convención, marginarlas, cancelarlas e incluso censurarlas. La negación a construir un pacto social que nos uniera y solucionara nuestra conflictividad se pudo advertir desde su inauguración.
El desprecio a los símbolos patrios, los intentos de cancelación a instituciones que tuvieran una mirada distinta de la historia reciente, la exigencia de libertad para los detenidos acusados de delitos gravísimos durante la insurrección de octubre, la censura y las funas a quienes votaban en contra de las propuestas radicales, son apenas muestra del espíritu que rodeó a este proceso y que en su cierre –a pesar de entonar dos veces el himno nacional– lejos de sanarlo, confirma lo funesto que fue.
Al revisar el texto notamos que resulta imposible separar toda la puesta en escena del proceso del producto que entregó la Convención. Las Constituciones deben proteger la vida, la libertad y la propiedad, así como también proteger a las minorías de ser avasalladas por las mayorías.
Esta propuesta constitucional hace exactamente lo contrario. Estamos ante un texto escrito por una mayoría para esa misma mayoría. Solo algunos ejemplos.
El texto tiene una mirada de la persona humana que es imposible compartir. Del Estado esperamos que proteja la vida de los más débiles e inocentes. Sin embargo, hoy se pretende avanzar exactamente hacia un camino contrario al pretender consagrar el derecho al aborto sin restricciones. Así como la definición de lo que es persona ha quedado al arbitrio de la opinión de algunos ex constituyentes, el criterio sobre “desde cuando” se prohibirá el aborto quedará al criterio de las mayorías relativas.
La propiedad privada quedó desprotegida no solo por el derecho que se le otorga a los pueblos originarios a la restitución de tierras y porque mutamos del pago al contado en virtud del precio de mercado al “justo precio”, sino además porque ante tal relativización se negaron a aprobar todas las indicaciones que pretendían aclarar dicha ambigüedad.
La libertad de emprender, de crear proyectos educativos y sobre todo el derecho preferente de los padres a educar a sus hijos se afecta profundamente, siendo esto un atentado evidente a las minorías.
De aprobarse la propuesta, los colegios deberán ceñirse a los principios de la propuesta de Constitución, entre ellos la educación de género y que los niños reciban educación sexual supeditada a la mirada que imponga el Estado. Peor aún, las comunidades educativas, como profesores y sindicatos, podrán intervenir en el proyecto educativo elegido por los padres, cuestión que debilita profundamente aquel derecho medular, pero además significará extender la conflictividad al lugar que se supone debe dar tranquilidad y acogida a nuestros hijos.
Finalmente, el sistema político quedará también supeditado al poder de una simple mayoría de diputados que, si llegara a coincidir con la voluntad de un presidente, bien podría exponernos a una visión que, ahora desde las leyes, pretenda moldear a su antojo la sociedad. Esto no solo es altamente riesgoso en tanto precariza nuestra convivencia política y nuestras libertades, sino además antidemocrático. Por eso lo que está en juego el próximo domingo 4 de septiembre no es un modelo económico ni nada parecido.
Lo que está en riesgo es nuestra democracia. Toda democracia nace para resolver pacíficamente nuestros problemas, para garantizar la libertad y la igualdad ante la ley.
Todo esto se precariza en el texto constitucional que debemos plebiscitar y no hay razón para creer que la misma izquierda que nos decía que sería el pleno quien moderaría las propuestas (y eso no ocurrió), que después argumentó que sería la Comisión de Armonización quien sí lo haría (y eso no ocurrió), ahora nos asegura que, en caso de ganar la opción “Apruebo”, sí se moderarán. Por todo esto voto “Rechazo”.