Por Jorge Jaraquemada
Publicado en El Líbero, 2 de diciembre de 2022
La Convención Constitucional, a estas alturas de triste memoria, comenzó su trabajo a mediados del año pasado con gran expectación y aprobación de la opinión pública.
No obstante, a poco andar, por ahí por marzo o abril de este año, ya evidenciaba una conjunción que acabaría sepultando sus esfuerzos por refundar el país: las variadas excentricidades de sus miembros y el maximalismo de sus pretensiones normativas fueron el coctel perfecto para hacer retornar el sentido común de los votantes. El 4 de septiembre quedó claro, parafraseando negativamente al Presidente, que cualquier texto “no” sería mejor que una Constitución escrita por cuatro generales.
La Convención no logró seducir a la ciudadanía para que apoyara sus delirios refundacionales y tampoco trajo paz al país -que también era un propósito del acuerdo del 15 de noviembre de 2019– para superar la violencia que nos acosa. Ella misma fue expresión cotidiana de radicalización, agresividad y exclusión. Por ende, la Convención fracasó estrepitosamente.
Como el Gobierno, y el Presidente en particular, se jugaron por entero en aras de que triunfara la aprobación del texto propuesto por la Convención, incluso supeditando la implementación de su programa político a dicho éxito, el rotundo fracaso electoral de la propuesta constitucional también fue el fracaso del gobierno.
Esto permitió que grupos de la ex Concertación -hayan estado por rechazar o por aprobar- se recuperaran de la amnesia que los invadió desde el estallido social de 2019, cuando la izquierda radical les impuso el diagnóstico de que los últimos 30 años habían dado lugar a un sistema abusivo. La recuperación de la memoria -y de cierto orgullo por lo construido en esas décadas- los ha llevado, desde el Socialismo Democrático, Amarillos, Demócratas o desde donde estén, a plantearse como freno de las aspiraciones más radicales y nostálgicas -¡vaya contradicción!- de esta juventud que venía a renovar la política.
Si agregamos a esta situación política un clima de gran incertidumbre económica y de orden público, y además la cotidiana y notoria impericia de gran parte de los noveles gobernantes, la situación se torna bastante desalentadora.
En efecto, hoy el país enfrenta los rigores de la inflación, nuestra moneda se ha devaluado, los créditos se han restringido, la inversión se ha retirado hacia otros rumbos y se pronostica en el horizonte inmediato una recesión. Mientras tanto, increíblemente el equipo de Hacienda parece no haberse dado cabal cuenta de la severidad de los riesgos económicos que -de acuerdo al consenso de los especialistas- enfrenta el país.
Si no es así ¿a qué se debe que se empeñen en tramitar una reforma tributaria y una reforma previsional de manera paralela que, cuál más cuál menos, afectarán negativamente el empleo, la inversión y al mercado de capitales? ¿Acaso no será más bien el momento de incentivar la inversión y de proteger el empleo?
Y además resulta sorprendente que después del furibundo portazo que recibieron las propuestas maximalistas de la Convención Constitucional, el Gobierno siga empujando con pertinaz ánimo la aprobación de normas y modelos que -directa o indirectamente- ya fueron clara y rotundamente rechazadas por la ciudadanía; como queda de manifiesto en su reforma previsional que favorece la solidaridad con el bolsillo ajeno (el de cada trabajador en vez del bolsillo del fisco) y crea un administrador estatal monopólico a través del cual podrá incidir notoriamente en el sistema de empresas. El solo hecho de que estas discusiones normativas de gran calado se realicen en un momento económico tan endeble como el actual ya es de por sí nocivo, pues el centro de gravedad de la economía son las expectativas.
Por su parte, en el ámbito de la seguridad pública, el país se agota de recibir todos los días noticias alarmantes sobre los avances del crimen organizado, del narcotráfico, de la violencia en el sur, de la acción de bandas extranjeras que operan con niveles de crueldad inéditos en nuestro país, etc.
Mientras que el Gobierno -después de meses de resistencia conceptual e inacción, negando la evidente violencia del estallido social que arrasó con personas, estaciones de Metro, supermercados e iglesias y apurándose en adherir al llamado de libertad para los “presos de la revuelta”- recién ahora se abre a reevaluar las diversas situaciones de violencia y asume, al menos discursivamente, que debe utilizar las herramientas que le brinda el derecho para intentar enderezar las cosas y disminuir la inseguridad de la población.
Por último, la inexperiencia de la mayoría de quienes ejercen labores de Gobierno aún no es compensada por la madurez de los ex concertacionistas que se han ido incorporando luego de la derrota plebiscitaria.
Probablemente sea cosa de tiempo, aunque podrían ocasionar mucho daño al país antes de adquirir el nivel de experiencia que les permita darse cuenta que no toda acción de Gobierno debe estar presidida por la ideología.
En este estado de cosas podemos aventurar que el Gobierno ya fracasó y su ideología también, aunque alcancen a ver dentro de su administración que la economía y la seguridad mejoren. En verdad es a lo único que por ahora pueden aspirar y su contradicción vital será que si logran mejoras en esos ámbitos no será porque hayan aplicado lo que les dictan sus convicciones ideológicas sino porque han prescindido de ellas, haciendo un ejercicio pragmático de sobrevivencia como todo buen político.
Su programa ideológico, emparentado muy de cerca con el maximalismo refundacional de la propuesta constitucional rechazada, ya no podrá ser plasmado en Chile -a Dios gracias- al menos por ahora.
Y digo por ahora porque ser práctico y darse cuenta que no es el momento oportuno para avanzar en la implementación de un sistema político y de un modelo económico como a ellos les gustaría no significa que hayan renunciado a esas convicciones.