Por Jorge Jaraquemada
Publicado en El Líbero, 6 de marzo de 2023
Hoy lunes parte oficialmente el trabajo del comité de expertos que redactará el anteproyecto constitucional que luego deberá ser discutido por los cincuenta consejeros que elegirá la ciudadanía.
Después de las complejidades propias de lo que significa cerrar un acuerdo en medio de un ciclo de conflictividad como el que hemos venido atravesando, se concreta así el nuevo impulso de nuestro proceso constituyente que fue acordado en diciembre pasado por las fuerzas políticas con representación parlamentaria. Y si bien es cierto que este segundo intento se da en un contexto muy diferente al primero -sin arrinconamientos al Presidente en ejercicio ni violencia callejera desatada- eso no basta para ser garantía de éxito. Lamentablemente, uno de los legados del llamado octubrismo es que en Chile la forma de hacer política cambió. Un claro ejemplo es la “laxitud” con que se interpretan ahora los acuerdos. Los riesgos no han desaparecido y, por ende, hay importantes desafíos que afrontar.
En este primer momento, evidentemente las miradas estarán fijas sobre el comité de expertos. Frente a las inminentes críticas que recibirá de la izquierda antidemocrática, será clave la autocomprensión del horizonte que persigue este órgano. Es decir, sus miembros no deben perder nunca de vista que lo que se busca es una nueva y ampliamente consensuada Constitución Política y no un tratado de derecho constitucional. Esto significa que el mundo académico y el político deben convivir respetuosa e incluyentemente en la etapa de redacción, porque ello influirá tanto en el juicio que la ciudadanía haga del mecanismo acordado por el Congreso y del anteproyecto que surja de allí, como también en el clima y ejes temáticos de la elección popular de consejeros el 7 de mayo próximo.
Otro desafío es mantener una conciencia política consecuente con el resultado del plebiscito del 4 de septiembre pasado. Lo que es igual a evitar cualquier desborde. Los llamados “12 bordes” o “bases de la institucionalidad” son un paso de realismo importante, pero no podemos olvidar que la Convención primera también los tuvo y los resultados son los que todos conocemos.
Es decir, no basta con señalar el respeto por la dignidad de las personas, que Chile es una República democrática o que los padres tienen el derecho y deber preferente de educar a sus hijos si es que, a reglón seguido, se viola la igualdad ante la ley, se ignora el derecho a la vida, se desconoce la separación de los poderes del Estado, se crean cogobiernos asambleístas al interior de los colegios o se plasma la sexualización prematura de los niños. Necesitamos un texto que cuente con el reconocimiento de la ciudadanía y de las fuerzas democráticas.
Esto último implica dotar de significación clara y democrática el texto que se redacte. Sabemos que en nuestro país hay al menos dos proyectos de izquierda claramente diferenciables. A saber, una izquierda democrática que asumió la caída del muro de Berlín para replantear su presente y futuro, que promueve la inversión sin acusar ni marginar la iniciativa privada y que entiende que la convivencia política tiene como límite -siempre- la Constitución y las leyes. Luego, hay otra izquierda, la del Partido Comunista, del Frente Amplio y una parte del Partido Socialista, que no ha sido clara en sancionar la violencia política y que ha relativizado el respeto por el Estado democrático de derecho dependiendo de si es oposición o gobierno. Sin embargo, con todas sus diferencias, cuando ambas izquierdas hablan de Estado social y democrático de derecho -aunque difieran en la magnitud o proporción de las acciones que deba realizar el Estado a favor de las personas- el objetivo final es uno: borrar la subsidiariedad.
Del mismo modo, sabemos también que existe más de una derecha y que, sin embargo, al menos hasta ahora, todas conviven bajo el paraguas de la subsidiariedad. El desafío para ellas es claro.