Por Jorge Jaraquemada
Publicado en El Líbero, 2 de septiembre de 2023
Tengo claro que mi compromiso en estas columnas es escribir sobre el proceso constitucional en curso, sin embargo, me permito distraer la atención hacia la conmemoración, en pocos días, de los 50 años de la intervención militar de 1973.
Sería inexcusable no hacerlo, pues medio siglo de un hecho tan relevante no es para desatender. Pero, además -y tal vez más importante-, porque el gobierno ha evidenciado una obcecada intención de plantear al país diversos hitos conmemorativos que representan sólo una parte excluyente de la memoria e historia sobre este episodio.
A ratos pareciera que la novel izquierda que gobierna vio en el 18 de octubre de 2019 la reivindicación del gobierno de la Unidad Popular y de su afán revolucionario, y que se percibieron a sí mismos como la encarnación de las últimas palabras de Allende. Pasan por alto que esta ampulosa pretensión fue aplastada por el resultado del plebiscito del 4 de septiembre de 2022.
La intervención militar fue provocada por el colapso de la democracia al que nos precipitó el propio gobierno de la UP. Por eso, antes de ser derrocado, ese gobierno ya había fracasado. Pero el debate en torno a las responsabilidades ha estado dominado, por mucho tiempo, por sectores que suelen enfatizar los hechos posteriores para anclarse sólo en las incuestionables y graves violaciones a los derechos humanos, como si el desenlace del 11 de septiembre fuera un acontecimiento desvinculado del contexto que lo antecedió. Así evitan pronunciarse sobre los años previos en que ellos ejercieron la conducción política del país.
Esta posición es cómoda para la izquierda. Primero, porque le permite eludir cualquier crítica a la figura de Allende, en torno a la cual tejió un mito. Incluso de proporciones religiosas: como dijo un teórico de la renovación socialista, a propósito de su suicidio, lo que ha hecho Allende es cargar sobre sí todas las culpas de la izquierda.
Segundo, porque le permite sortear la responsabilidad de quienes lideraron el gobierno de la UP, desde diversas posiciones, por los permanentes atropellos a las libertades públicas y al Estado de derecho, por el desprecio a la democracia calificada de “burguesa”, por la desafección que tuvieron con la Constitución y las leyes, y por haber impulsado la creación de poderes paralelos a los institucionales y legitimado la violencia revolucionaria. En pocas palabras, por su afán, expresamente declarado, de avanzar hacia la conquista del poder total para instaurar el socialismo.
Y para que no se diga que son afirmaciones meramente declamativas, pueden revisarse los Oficios de la Corte Suprema de 26 de mayo y 25 de junio de 1973, el Oficio N°50.728 de la Contraloría General de 2 de julio de 1973 y el Acuerdo de la Cámara de Diputados de 22 de agosto de 1973. Todos representaron al Presidente Allende, de manera explícita y severa, las graves contravenciones al ordenamiento institucional en que había incurrido el gobierno de la UP.
Adicionalmente, recordemos que en su XXII Congreso, celebrado en 1967, el Partido Socialista, en el cual militaba Allende, había sostenido por la unanimidad de sus delegados: “La violencia revolucionaria es inevitable y legítima. Resulta necesariamente del carácter represivo y armado del estado de clase. (..) Sólo destruyendo el aparato burocrático y militar del estado burgués, puede consolidarse la revolución socialista”.
El propio Allende tuvo frases provocadoras al respecto. En su discurso en La Habana el 13 de diciembre de 1972, afirmó: “A la contrarrevolución y a la violencia reaccionaria responderemos utilizando primero la ley, después utilizaremos la violencia revolucionaria”. Y en su discurso en Santiago el 22 de julio de 1973, advirtió: “Si desatan la violencia contrarrevolucionaria, utilizaremos las fuerzas que tiene el Estado y las fuerzas de refuerzo del pueblo: ¡utilizaremos la fuerza revolucionaria! (..) Combatiré implacablemente al fascismo, penetraremos en sus madrigueras, aplastaremos su insolencia, defenderemos Chile, ¡compañeros!”.
Y, tercero, porque le permite a la izquierda evitar la discusión sobre las causas que nos llevaron al colapso y, por ende, el carácter inevitable del desenlace del 11 de septiembre dado el contexto de alta descomposición política, social y económica que agobiaba a Chile. Es imposible referirse a esa fecha sin considerar el empecinamiento ideológico, el frenesí revolucionario, la irrealidad política, la insensatez económica, la reforma agraria y las estatizaciones masivas, la polarización extrema, la violencia cotidiana y tantos sucesos desdichados ocurridos en los tres intensos años que la precedieron. Durante ellos se fue sellando el destino aciago de nuestra democracia.
Como señaló Jaime Guzmán: “El 10 de septiembre de 1973 el camino democrático en Chile se había terminado. Sólo cabía optar entre un régimen militar autoritario o un totalitarismo marxista irreversible”. Esta era la encrucijada, porque, más allá de la declarada vía chilena al socialismo -que teóricamente respetaba la legalidad vigente, pero que en realidad la socavaba- la meta final seguía siendo el socialismo, pero no aquel europeo con el que parte de nuestra izquierda suele identificarse hoy, sino aquel otro que construía muros para impedir que sus ciudadanos huyeran. Ese era el socialismo al que homogéneamente aspiraban los partidos de la UP. Era, pues, un horizonte ideológico totalitario.