Por Jorge Jaraquemada
Publicado en El Líbero, 30 de septiembre de 2023
Pocos días atrás el pleno del Consejo Constitucional aprobó el derecho a la seguridad social. La norma inicia señalando que el Estado garantiza el acceso a prestaciones básicas y uniformes para resguardar a las personas de la vejez y otras contingencias, a través de instituciones públicas o privadas. Reconoce a las personas la propiedad sobre sus cotizaciones y los ahorros que generen, y establece que podrán elegir la institución que los administre e invierta. Y remata diciendo que estos ahorros no podrán ser expropiados ni susceptibles de apropiación por el Estado.
La aprobación de esta norma constitucional viene a ser un balde de agua fría para el Gobierno y su proyecto de ley de reforma de pensiones. Anecdóticamente, porque su aprobación se produce justo en el momento en que la ministra del Trabajo se había desplegado en diversas regiones del país para difundir la propuesta gubernamental e intentar atraer un apoyo ciudadano que le ha sido tremenda y consistentemente esquivo. Y, sustantivamente, porque dicha norma polemiza con las bases de su propuesta de reforma y con su aproximación ideológica al sistema previsional.
En breve, la reforma del Gobierno propone aumentar la cotización en un 6% para crear un fondo solidario -recién anunció que destinaría un 2% a cuentas individuales y un 4% a dicho fondo- y la separación de la industria, radicando la administración en una entidad pública. Esto es contradictorio con la norma aprobada por el Consejo. Primero, porque al destinarse toda o parte de la cotización adicional a un fondo solidario se diluye la propiedad de cada trabajador sobre ella, que es precisamente lo que garantiza la reciente norma. Y, segundo, porque su administración se restringe a una entidad pública, generando un monopolio estatal, cuestión que quiso evitar la mayoría del Consejo señalando que se podrá elegir quién administra e invierta los ahorros previsionales, sin ser un óbice que ésta sea pública o privada.
Además, una reforma de claro sesgo ideológico que privilegia un sistema de reparto no será eficaz para mejorar las pensiones de manera masiva y sostenible. La solución pasa por hacerse cargo de las variables que sí inciden en el monto de las pensiones, es decir, evitar lagunas previsionales, subir la edad legal de jubilación y aumentar la tasa de cotización. De todo esto, la reforma gubernamental sólo aborda la última, pero destinando esa alza a reparto, lo que, innegablemente, desvirtuaría sus efectos beneficiosos.
La opción del Consejo Constitucional no fue sorpresiva. Desde que su predecesora, la Convención, manifestó sus primeras ideas sobre un nuevo sistema previsional -muy similares a las que inspiran la reforma del Gobierno- se produjo un intenso debate público que concitó, como nunca, un interés creciente de la ciudadanía que, a poco andar, se decantó en favor de la propiedad individual de los ahorros previsionales, su heredabilidad y la libertad de elegir. Esta perspectiva, probablemente, fue una de las precursoras de la debacle electoral sufrida por el texto de la Convención en el plebiscito pasado. Y esa opinión se ha mantenido inalterable en las encuestas.
Hay, entonces, una distancia mayúscula entre ambas alternativas. Para la mayoría del Consejo que aprobó esa norma, lo relevante es garantizar que cada trabajador individualmente considerado es propietario tanto de sus cotizaciones previsionales como de la rentabilidad que genere su inversión y asegurar la libertad de elección entre las entidades públicas o privadas que gestionen esos ahorros. Para el Gobierno, en cambio, lo importante es reemplazar el actual sistema de capitalización individual por uno de reparto y poner fin a las AFP.
Llama la atención, por tanto, la contumacia ideológica con que el Gobierno insiste en una reforma que -más allá de diluir la propiedad de los fondos y establecer un monopolio estatal- sólo beneficiará a los actuales pensionados a costa de deteriorar las pensiones de los futuros jubilados. También llama la atención la premura de algunos actores políticos y económicos por lograr un acuerdo con el Gobierno a como dé lugar, extraviando en esa prisa algunos conceptos y principios básicos, y sin aquilatar lo que de allí podría surgir.
Llegado a este punto, sería conveniente postergar la reforma de pensiones, pensarla y diseñarla técnicamente, privilegiando los datos y no la ideología, y asumir que abordar las verdaderas causas de las bajas pensiones no será políticamente seductor. Por lo demás, la reforma al sistema de pensiones ya no es tan perentoria como antaño, pues la PGU fue una solución eficaz para más de la mitad de los pensionados. Es mejor una reflexión madura que un acuerdo precipitado en un clima enrarecido por la ineptitud, molicie y sesgo del Gobierno -cuyo epítome se expresó en torno al 11/S pasado- y con un horizonte donde despuntan la discusión presupuestaria anual y un nuevo plebiscito que pueden contribuir a enturbiar aún más el ambiente.