Por Jorge Jaraquemada
Publicado en El Líbero, 13 de enero de 2024
En el último año el gobierno ha acumulado actitudes que controvierten su declaración inicial de absoluta adhesión y promoción de la transparencia que configuran una tendencia preocupante. Esto me recordó una fábula de Esopo: La zorra y el leñador.
Cuando expiraba el año 2022, el Presidente indultó a una docena de personas que consideraba “presos de la revuelta”. Dada la polémica por su decisión y el prontuario de algunos, se solicitaron siete expedientes administrativos para revisar los fundamentos de la decisión presidencial. El gobierno negó su entrega amparándose en que contenían datos personales que no podían ser comunicados a terceros. Siguen sin conocerse.
El expediente administrativo es el fundamento de por qué se decidió favorecer con un indulto a una persona determinada, por ende, es una información que se considera pública por antonomasia. Si dicho expediente contiene datos personales obsoletos, como una condena ya cumplida, basta con tachar ese dato específico y dar a conocer el resto.
En un tema relacionado, el gobierno concedió pensiones de gracia a personas que sufrieron lesiones durante el intento insurreccional de octubre de 2019, pero reservó la lista de beneficiarios. Un grupo de diputados tuvo que recurrir al Consejo para la Transparencia para que éste ordenara al gobierno divulgar la nómina.
Es la propia Ley de Transparencia la que señala que los actos y resoluciones que tienen efectos sobre terceros deben publicarse proactivamente en los sitios electrónicos de los respectivos organismos públicos. Pues bien, la pensión se concede por una resolución y evidentemente tiene efectos sobre un tercero que es la persona que la recibe.
En ambos casos, la jurisprudencia sistemática y uniforme del Consejo para la Transparencia ha señalado que corresponde publicar la información que permite un escrutinio social sobre la pertinencia de haber sido favorecido con un beneficio del Estado.
Recientemente, el ministro de Educación advirtió que sancionaría a las universidades que entregaran los resultados de la PAES, argumentando que eran datos personales que, si se hacían públicos, estigmatizarían a los jóvenes y a sus colegios. Aquí hay una eventual colisión entre el derecho a saber y el derecho a la protección de datos personales que se soluciona de una manera simple: anonimizando los datos, de manera que estos pierden la calidad de personales y mutan a un dato estadístico.
Y, en el caso que la anonimización fuera imposible ―que no lo es― prima el interés público subyacente a la comunicación de estos datos porque quienes rinden la PAES obtienen un puntaje que les permite ingresar a la universidad y eventualmente percibir un beneficio fiscal ―como es la gratuidad― postergando a otros con menor puntaje. Y, además, porque la estigmatización puede argumentarse respecto de personas determinadas, pero no respecto de colegios, pues los padres tienen el derecho de conocer su calidad educacional que, entre otras variables, se expresa en el rendimiento agregado de sus alumnos.
Por último, se supo de encuentros privados entre ministros y parlamentarios con empresarios. Quienes participaron en ellos, así como el Presidente, se han esforzado por convencer a la opinión pública que no constituyen lobby y, por ende, que no existía el deber de darlos a conocer.
Las reuniones entre autoridades y empresarios, salvo raras excepciones, son actividades de lobby o de gestión de intereses particulares y, por ende, deben ser registradas en la agenda pública de las respectivas autoridades. Las excusas esgrimidas ―que no fue en la jornada laboral ni en las oficinas institucionales, o que se habló de temas generales o no se buscaba influir― fluctúan entre la ignorancia supina de la Ley de Lobby y la ingenuidad, por usar un eufemismo.
Este tipo de encuentros reservados es precisamente lo que buscó desincentivar la Ley de Lobby. Para lo cual estableció canales de comunicación reglados cuya impronta es la publicidad a través de registros públicos. Reunirse al margen de esas reglas lo único que genera son sospechas sobre la naturaleza de las interacciones entre el mundo público y privado. Así se tira por la borda lo ganado en legitimidad al regular el lobby.
La tendencia que reflejan estos sucesos es compleja. Ningún gobierno, pero menos este, que en sus albores predicó un discurso radicalmente crítico de las prácticas que favorecían la opacidad de la política, puede permitirse estas contradictorias actitudes. La desconfianza ciudadana se ha enraizado de manera preocupante en la sociedad, entre otras cosas, porque se suele afirmar algo que luego el comportamiento desdice. Por eso me acordé de la fábula, cuya moraleja es: no niegues con tus actos lo que pregonan tus palabras.
Elevar los estándares de transparencia es imperativo, pues su falta abre camino expedito a la discrecionalidad e irresponsabilidad y éstas derivan fácilmente en arbitrariedad o simple corrupción. La transparencia impulsa la rendición de cuentas en una democracia, cuyo objetivo es que las autoridades se hagan responsables por la forma en que ejercen sus atribuciones y cumplen sus deberes. De este modo, la ciudadanía puede evaluarlas, contradecirlas y premiarlas o castigarlas con su voto.