Por Jorge Jaraquemada
Publicado en CNN Chile, 3 de febrero de 2024
El 2011 fue un año clave en el declive de los pilares que sostuvieron la política nacional que marcó la transición. Entre protestas, recriminaciones generacionales y discursos retóricos, un grupo de dirigentes universitarios impulsó una batería de consignas de tal radicalidad en su forma y fondo que —tal vez por su sorpresivo maximalismo e incluso mesianismo— logró capturar la atención comunicacional y obtener rápida relevancia política. Este éxito los volvió soberbios e intratables.
Los parlamentarios los invitaban a dialogar al Congreso y el presidente Piñera reaccionaba proponiendo un Acuerdo Nacional de Educación. Mientras La Moneda ofrecía más becas, los líderes estudiantiles exigían que la educación fuera un derecho, y por lo mismo, gratuita. En ese momento ya comenzó a instalarse la discusión sobre si era necesario un nuevo modelo. Al poco tiempo la prensa ya hablaba de una nueva elite.
Cuando irrumpieron en la política nacional, los líderes de la generación que hoy gobierna se declaraban más a la izquierda que el Partido Comunista. Lo que no es poco si se considera que el PC albergó en sus filas al FPMR, grupo terrorista que secuestró niños e ingresó armas al país para derrocar al régimen militar. Luego, profitando de deferencias electorales y liderazgos bien ganados, se convirtieron en diputados y, otra vez, sus discursos apostaron por cambiar las reglas del juego porque el modelo, a su juicio, era estructuralmente injusto.
En octubre de 2019 alentaron la violencia insurreccional bajo la excusa retórica de que el fuego y los saqueos que padecía el país eran protesta social. El entonces diputado Boric, desmarcándose de sus compañeros, suscribió el Acuerdo por la Paz y una Nueva Constitución. Una vez en La Moneda, apoyaron la propuesta refundacional de la Convención Constitucional, aunque las señales de la ciudadanía auguraban un determinante rechazo.
Hasta aquí su característica principal fue la crítica irrenunciable a todo lo que cabe en la consigna de los “30 años”. A la Concertación la martirizaron por haber cedido al modelo neoliberal y a la derecha por arrogarse ser el gobierno de los mejores. Esa era la base de la superioridad moral que predicaban. Esta nueva elite tenía lo que requiere toda elite: ambición de cambiar el rumbo político e incluso convencer que era necesario sustituir el modelo (la institucionalidad).
Muy luego dominaron los códigos estéticos para impactar comunicacionalmente. Cuando eran parlamentarios se negaron a usar vestimentas formales. En medio de la anomia octubrista salieron a la calle luciendo con jovialidad su “perro matapacos”. Al ganar la elección presidencial todo se volvió simbólico en medio del verano. El lugar donde se preparaban los equipos del nuevo gobierno —“La Moneda chica”— se convirtió en algo así como el hotel O’Higgins. Entraban y salían políticos firmando autógrafos. En su entorno rondaba un ambiente carnavalesco en el que predominaba la esperanza de una nueva forma de gobernar. La prensa y los analistas se detenían en detalles frívolos y los cubrían en directo. ¡Con razón hoy se queja el presidente! Desde el primer día decidieron no ejercer, sino que habitar sus cargos. Aunque ahora vestían alta costura, su discurso no cambió: Chile era un país muy desigual debido a la imbricación entre sus instituciones y el modelo de desarrollo, y esto tenía que cambiar.
Pasados los meses —ahora en la mitad de su mandato— solo han decepcionado. Replicaron lo que prometían erradicar. Se aliaron con los mismos a los que criticaron sin piedad. Los cargos se han llenado con amistades e incluso la ex primera dama se adjudicó una institución fiscal con su propio nombre. Algunos crearon un mecanismo para extraer recursos desde el Estado. La denostada “cocina” y el lobby ahora se valoran —aunque en reserva— y el presidente se va de vacaciones mientras el país sufre la mayor crisis de seguridad pública propiciada por el crimen organizado de la que se tenga memoria. Lo peor ha sido la ineptitud e indolencia, ratificadas una y otra vez.
Esta elite tiene un solo gran objetivo: cambiar la Constitución de los generales. Y no cesarán en ello, aunque el país haya rechazado dos propuestas. Su objetivo está sobre las necesidades de la ciudadanía. La testarudez de insistir con una reforma de pensiones que busca que el Estado controle los ahorros previsionales nos muestra que la ideología que circunvala a esta elite supera cualquier realidad. Aunque las pensiones no mejoren. O el sistema de salud colapse.
Estamos igual o peor que durante el apogeo del octubrismo porque nos gobierna una cofradía de izquierda que ha vuelto crónica la distancia entre la elite gobernante y la ciudadanía. No hay un esfuerzo por ponderar el padecimiento cotidiano de la ciudadanía. En seguridad, educación, salud, pensiones, transparencia, corrupción y tantos otros temas han actuado muy por debajo de los estándares que ellos mismos demandaban. Lo más lamentable es que no les importa. Y como no les importa, los perjudicados seguirán siendo los de siempre. Su indiferencia e indolencia hacia los que más auxilio requieren ha devenido en simple desvergüenza. Y es esta insoportable y pasmosa actitud del Gobierno la que puede condenarlo al desván de la irrelevancia.