Desde hace ya unos años hemos observado en nuestro país una suerte de cultura impugnadora frente al mundo político y las elites en general. En ese contexto, emergió con fuerza un periodismo opinólogo que -como si fuesen un grupo de jueces ubicados por sobre el bien y el mal- somete al banquillo de los sospechosos a todo quien se cruce. Es así como las candidaturas de Beatriz Sánchez y Alejandro Guillier resultaban ser ad hoc al ambiente que se respira en nuestra sociedad, no sólo por venir los dos de un mundo ajeno a la política, sino además por ser parte de aquel que la interpela. Sin embargo, las “discretas” intervenciones de ambos estos días los han obligado a pasar al lado de los impugnados, dejando ver así la debilidad de sus relatos, como también que no están fuera de la crisis que ellos mismos denunciaran.
El chascarro de Guillier (decir que sólo un Estado puede cometer terrorismo), como la evidente falta de conocimiento y ausencia de opinión de Sánchez en un programa de televisión, nos transmitieron fragilidad. Pero no sólo en el ámbito de la tecnocracia o la preparación, sino además en la dimensión ideológica. Y es que en ambos podemos observar un déficit no sólo técnico, sino además semántico institucional-estatal, que deja ver su registro posmodernista mediático. En ambos aspirantes queda en evidencia el “sujeto líquido” que mediatiza la opinión del reclamo, pero que no proyectualiza un país de cara al futuro. Los discursos precarios que han desarrollado Sánchez y Guillier no logran superar el típico alegato que a la vez es incapaz de convertirse en un programa de gobierno robusto.
Por eso mismo, sus candidaturas no le hacen bien a nuestra democracia. Primero, porque su fragilidad los hace presos de un ciudadano capaz de hacerlos caer abruptamente en las encuestas, cuestión que asemejaría la elección más bien a un reality. Pero también porque su debilidad ideológica (el puro reclamo) no nos permite discutir sobre nuestro futuro con la altura que nuestros desafíos como sociedad merecen.
La modernización está enmarcada en un lenguaje positivista que aunque no se adhiera al modelo —o no nos agrade dicho lenguaje— obliga a conocerlo y rodearlo para, precisamente, poder impugnarlo, requisito que ninguno de los dos candidatos periodistas demuestra cumplir. De este modo, el Frente Amplio deja ver con su postulante que no puede ofrecer más que un relato testimonial. En el caso de la Nueva Mayoría, todo hace pensar que el resultado que logre Guillier se deberá principalmente a la estructura partidaria con la que cuenta el bloque, pero difícilmente al liderazgo de su candidato.
En ese sentido, la deuda con la que quedan los representantes de las izquierdas de nuestro país con la Presidencia de la República -nos guste o no- abre el más cómodo escenario para Chile Vamos y quien sea su candidato. Nadie maneja mejor que la derecha el lenguaje tecnocrático que transmite seguridad y sentido común ante la falta de experticia de los demás. Ciertamente no hablamos de una carrera que esté ganada, pero de seguir todo igual, todo debiese terminar… igual.
Asistimos a un mal momento para el Frente Amplio y la Nueva Mayoría, que deben estar reflexionando sobre las decisiones que han tomado en el último tiempo. Pero también es un mal momento para la opinología periodística, porque al impugnarse a ellos mismos —dado Guillier y Sánchez pertenecen a ese mundo— han develado que la debilidad de la “cultura del reclamo” no los hace ajenos a la crisis que denuncian, sino parte de ella.