Asistimos hace ya tiempo a la emergencia de una sociedad que desencantada de grandes relatos, prefiere observar los distintos acontecimientos a modo de un espectáculo donde quien es sometido a crítica siempre es otro. Esa sociedad es quien hoy observa con recelo los distintos escándalos políticos, y si hay algo que leer de la presión que ésta puede ejercer sobre los actores, es que el poder político y económico es posible subordinarlo a los efectos sociales de la mundialización y la post modernización de la cultura, logrando expresar, por medio de condenas públicas, su malestar.
Dicho malestar, más allá que sea justificado o no, si se pretende revertir, es difícil que se logre ofreciendo un paquete de leyes que son insuficientes, o con un lenguaje tan descalificador y apocalíptico como el que hemos presenciado últimamente. Por el contrario, todo esto agudiza y devela aún más la crisis política actual.
La crisis es sintomática, principalmente porque la Presidenta (por razones obvias) debió liderar esta crisis y no lo ha hecho. Por el contrario, parece no tomar conciencia de ella. Pues es difícil poder pensar que una conciencia de crisis puede dar lugar a respuestas que nadie cree. Lo grave, sin embargo, no es esa ignorancia o despotismo; lo grave es que la crisis ha llegado hasta la Presidencia de la República. Y esto no tiene que ver con su baja en las encuestas, más bien se relaciona con que el modus operandi de la Mandataria sólo ha develado que las dudas que existen sobre ella y su hijo tienen profundo asidero. Resulta incomprensible en una sociedad de la transparencia negar la posibilidad -precisamente- de trasparentar un caso grave como lo es el que involucra a su hijo con uno de los más poderosos empresarios de nuestro país. Resulta poco creíble señalar que el periódico -que debe llegar bien tarde a Caburgua- le informó lo que ocurría con su hijo, o que sentada frente al lago alguien le gritó: “Presidenta, el joven Sebastián está en la tele”.
Sin embargo, es responsabilidad de todos los actores políticos (incluida la oposición) ver en esta crisis una oportunidad de examinar cambios sustanciales en las actitudes que se tiene frente a la ciudadanía. Y es que el nivel de violencia del lenguaje que hemos escuchado los últimos meses ha sido tan nocivo que incluso se ha descuidado el respeto a las instituciones. No sólo por las críticas que van de un lado a otro, sino además por la irresponsabilidad con la que algunos actores descuidan sus roles, incluidos fiscales. Un comportamiento así sólo le abrirá paso a caudillos que nos pueden llevar a caminos difíciles de retornar.
Chile ha construido su institucionalidad con un esfuerzo logrado por todos los sectores. Echarlo a la basura por conductas injustificadas que agudizan la desconfianza de una sociedad apática y escéptica, es un retroceso que no nos podemos permitir. En ese sentido, si algún llamado puede hacerse a la clase política y a todas las instituciones es a esforzarse por remitir o derrotar el ambiente de sospecha y desconfianza en los acuerdos. No se trata de acuerdos de cocina que maquillen el problema, porque la experiencia moral es una experiencia permanente que demanda una actitud constante y estructural en la formación de las personas. Se trata, entonces, de transparentar las debilidades y ofrecer un nuevo pacto que sincere aquello que hay que mejorar: la actitud ética.
Esa es la gran deuda de la clase política con la ciudadanía, y esa deuda es la que hay que saldar. Mientras los actores no lo comprendan, no saldremos del lugar en que estamos. Hay que partir hoy con modificar las actitudes reprochables, y quien debe liderar ese proceso es la Presidenta. Porque como ella misma señalaba, “Chile es de todos”.
Claudio Arqueros
10 de marzo de 2015
Voces de La Tercera