A un diputado le regalan una camiseta estampada con el rostro baleado de un senador y posa sonriente exhibiéndola. La connotación de este hecho sugiere una zahiriente mofa a la víctima, sus familiares y seguidores políticos, y también a los acuerdos civilizatorios más básicos, como es reprobar un crimen. Tiempo después, el mismo diputado se reúne con uno de los asesinos del senador, actualmente prófugo. Una vez que ambos hechos se hacen públicos y suscitan polémica, el diputado señala que condena sin matices el asesinato del senador.
¿Bastan sus explicaciones para zanjar la polémica? No. Ninguna autoridad puede validar el asesinato, ni siquiera de manera oblicua. Hay una neblina difusa entre sus acciones y sus posteriores explicaciones, que hace a éstas poco creíbles. No queda claro si el diputado camina dentro o fuera de los márgenes de la cultura democrática.
Lo que sí es evidente es la incongruencia entre condenar el asesinato y, a la vez, celebrar una camiseta con su imagen baleada y juntarse con uno de los asesinos. Lo simbólico es bastante más elocuente que sus justificaciones verbales. Además, entre ambos eventos transcurrió un tiempo considerable como para aquilatar las acciones propias y no volver a dar una señal equívoca, si eso es lo que se quería. Pero volvió a ocurrir. Esta incoherencia no se resuelve explicándola e interpela la identidad política más profunda del diputado, reclamando una posición transparente y única, sin ambages, respecto de la violencia política.
Lo fundamental para cualquier persona honesta, legisladores incluidos, que condena el asesinato de un adversario político, es estar convencido de que la violencia es inaceptable y que la impunidad, cuando persiste, también lo es. Esta convicción es la que está en entredicho en el caso del diputado. Para conocer su real e íntima posición no bastan las palabras, se requiere que hablen sus hábitos, pues nada revela mejor las convicciones de cada cual que las costumbres que practica.