El último tiempo nuestro paisaje político ha cedido el espacio a una espiral de diatribas mediáticas que, junto con la irrupción difusa de nuevos movimientos políticos, abren la posibilidad de interpretar algunas señales que dan cuenta de cambios aluvionales(sociedad y cultura) que se expresan políticamente.
De un lado, tales cambios develan una crisis de las hegemonías modernas y, de otro, constatamos un desfase entre las tramas ciudadanas y la forma en que las elites asimilan las observaciones de la sociedad civil. Todo ello, dicho en su forma menos matizada, “patea en las canillas” al campo político cincelado bajo el diseño transicional. Así se explica, por ejemplo, una proliferación de disputas que tienen su “lugar” en redes sociales y medios de comunicación donde se exacerban micro-conflictos que devienen en problemáticas nacionales. Esta misma causa permite comprender la irrupción de movimientos de sensibilidades transversales, todos motivados por ‘’descontaminar’’ un paisaje político que parece afectado por la hibridez identitaria y la fatiga de la representación política. Esta ausencia de patrones hegemónicos se expresa además en las demandas y protestas acéfalas de los movimientos universitarios observados el 2018.
Tras este escenario (que algunos se aventuran en llamar) “post hegemónico” y de invertebración política, se abre un campo de debates coalicionales y elitarios estériles, en la medida que dichas querellas no logran que la representación partidaria llegue a tiempo ni canalizan debidamente los malestares ciudadanos. Adicionalmente, la esterilidad partidocrática se expresa en la incapacidad de ofrecer horizontes narrativos. Así hemos visto surgir intentos refundacionales fallidos como la Nueva Mayoría, antes fue el aliancismo-bacheletismo, y hoy se exhiben esfuerzos insuficientes por presentar la modernización del Estado como un relato articulador. La irrupción de proyectos como el de José Antonio Kast aprovechan este escenario, pues, ante una izquierda alicaída y una derecha que no cultiva una gramática común, ofrecen horizontes de sentido a subjetividades que se sienten excluidas, ganándose un lugar que es mirado de reojo por oficialismo y oposición.
Las dinámicas políticas que se avecinan mostrarán, por una parte, una conflictividad de elites compitiendo por colmar los malestares con propuestas y gramáticas que se esforzarán en ofrecer garantías de estabilidad y futuro. Por otra, dado el déficit de articulación que la oposición ha demostrado hasta ahora, resulta inviable (al menos en el corto plazo) su reconstrucción bajo el alero de una discursividad aglutinante que permita su vertebración. Si esto ocurre, la izquierda buscará (acéfala o fragmentadamente) puntos de insurgencias vía expresiones violentas, o insistiendo en desestabilizar -por la vía de micro conflictos- los pilares políticos del gobierno (manteniendo el foco en el ministro Chadwick).
Sin embargo, este escenario devela a su vez un desfase entre las formas que tiene el gobierno de procesar los diferentes conflictos frente a una ciudadanía viral-pasionalque hace de las redes sociales el nuevo ágora. Y es que aún no se asoma una política de medios eficiente que neutralice o demuestre estar por sobre los dispositivos emocionales que inciden en las percepciones ciudadanas o minorías activas. Si la derecha se ha propuesto gobernar al menos 8 años, debiese asumir un desafío por comprender y adelantarse a estas nuevas formas y temáticas de conflictividad. Hasta ahora, esa iniciativa ha quedado en manos de editores, guionistas, y algunos opinólogos que –a ratos inadvertidos de la escena- impugnan y aconsejan al oficialismo desde lenguajes decimonónicos.