Cuando el Frente Amplio irrumpió en la política nacional prometía renovación. Su motivación era expurgar el supuesto daño moral que la Concertación le habría infligido a la transición chilena por privilegiar los consensos. Ellos serían los llamados a establecer el sentido correcto de lo que es una izquierda realmente democrática. Sin embargo, ni renovación ni superioridad moral es lo que exhiben hoy. Debajo de las túnicas blancas con que estos nuevos movimientos de izquierda pontificaban y apuntaban a los líderes políticos de la transición, ocultaban poleras de Jaime Guzmán baleado, afiches de Nicolás Maduro y selfies con Ricardo Palma Salamanca, uno de los asesinos de Guzmán. Parece entonces que, por mucho que sigan intentando convencernos con su retórica de que son una nueva izquierda, la tentación los seduce y los hace recaer en la adicción histórica a la violencia política que tradicionalmente tuvo la ultra izquierda.
La virulencia de las palabras de la diputada Santibáñez para referirse al asesinato de Jaime Guzmán, con toda su gravedad, serán parte de un largo inventario que revela el verdadero rostro de su ideología. Tan solo en el 2018 esta izquierda ha atentado varias veces contra la convivencia democrática, traicionando una y otra vez su promesa de renovación. A inicios de ese año, el diputado Boric, antes de que se supiera que se había reunido con Palma Salamanca en París y de recibir aquella oprobiosa polera de regalo con la imagen de Jaime Guzmán acribillado, ya le había expresado sus “respetos” a Mauricio Hernández Norambuena, otro de los autores del crimen de Guzmán, y reivindicado la defensa histórica del “legado” del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Por su parte, en junio, la diputada Hernando presentó un proyecto de resolución para eliminar la alusión a Jaime Guzmán de cualquier espacio público, el cual fue apoyado entusiasta y masivamente por sus compañeros de bancada. Comenzando el 2019, la tónica no ha sido distinta. La brutalidad de las palabras de la diputada Santibáñez develan que aquella izquierda, que se autoproclamaba juez moral de la Concertación, nunca ha tenido una real voluntad de romper con el ultrismo y desembarazarse de esa adicción a la violencia política.
Este rasgo constante es muy lamentable. No solo porque revela un sutil desprecio por las normas civilizatorias de la democracia y resalta la inutilidad de tantos años transcurridos intentando aprender de las causas que nos llevaron a la crisis política, sino también porque confirma que las ideologías del odio no han quedado atrás. Es triste imaginar que si a Jaime no lo hubieran asesinado aquel 1 de abril de 1991, sino muy recientemente, aún habría políticos que, más allá de su retórica, estarían disponibles para justificarlo. Juzgue usted entonces dónde están los ultras.