Es ya casi un lugar común hablar de que los partidos políticos pasan por una crisis, la cual a la vez serviría para alimentar la explicación respecto de la anomia alojada en nuestro país desde aquel 18-O. Claro, hablan un lenguaje que denota inconexión con la sociedad, juegan con la impronta institucional de los cargos (atribuyéndose un poder que, paradójicamente, es cada día más débil), pero aun así, sus formas de operar parecen anestesiadas de la realidad. La forma en que hasta ahora han enfrentado el camino al plebiscito de abril es una buena expresión de aquello.
En el oficialismo, las opciones que se han asomado en los diferentes partidos (aprobar o rechazar una nueva Constitución) dejan en evidencia algo más que la clásica reacción pragmática que requieren los políticos. El que al interior de la Derecha exista esta tensión devela que habitan diferencias de diagnóstico respecto de la crisis que atravesamos y de cómo proyectar posibles soluciones. Esto no es periférico en la medida que lo que se espera de todo partido es una cosmovisión común. Si bien podría señalarse que las cosmovisiones responden a exigencias de principios, lo que ha puesto en discusión el plebiscito es si las causas de nuestra crisis son aquellos cimientos del orden sociopolítico que la Derecha ha defendido estas décadas. En ese imaginario, el problema no es menor, no solo porque se contribuye a debilitar el rol representativo de los partidos profundizando la hibridez que los aqueja, sino porque además es esperable que la discusión que se abra después de abril se refiera a las condiciones de posibilidad de un marco institucional compartido por el sector.
En el caso de la Izquierda, el plebiscito es evidentemente una oportunidad que, aunque esperada, ha dejado ver que su fragmentación es más grande que sus anhelos en común. Se dividen entre los que están embriagados con la radicalización y los que no tienen la fuerza para contenerla. Pero en ningún caso logran representar el lugar inasignable -o imposible- de la calle derogante. Esta realidad permite consignar que la Izquierda se ha quedado sin lengua ni vanguardia, se ha sumado a la vociferación de consignas sin rostro ni representación. Apuestan por quitarle la gloria al gobierno, sin parecer advertir que el daño es al sistema y a las Instituciones, no solo a las personas. Por ende, una nueva Carta Magna no bastará para reconstruir los escombros que queden en la plaza de la impunidad. Las promesas que se asuman serán cobradas, y los dardos apuntarán a sus oferentes y –nuevamente- al andamiaje institucional. De otro modo, el ciclo de conflictividad que se ha abierto desde octubre pasado bien podría durar mucho tiempo más que los dos años que algunos advierten, y quienes deban administrarlo padecerán los efectos de la polarización e irresponsabilidad que hoy infecta a nuestra sociedad y al sistema político.
No extraña, por tanto, que estén surgiendo nuevos partidos, llamados “ciudadanos”. Hasta ahora, no obstante, se han mostrado tácticos e híbridos, románticos y caóticos, confusos e inútiles, sufriendo de casi los mismos conflictos que aquejan a los partidos transicionales.
El plebiscito se acerca entonces sin muchos horizontes claros, ni liderazgos robustos, ni partidos representativos. No hay actores que logren aun administrar nuestra confusa cotidianidad.