No es nuevo señalar que los cambios sociales no son espontáneos, y que los procesos sociopolíticos en curso buscan configurar ―dar forma― a nuestras sociedades. Es así como las conductas sexuales que hace algunas décadas eran reprochables y condenables, hoy parecen ser indiferentes. La publicidad ―como también la propaganda― históricamente ha sido un vector que busca influir en las masas al seducir con una idea o producto, para despertar un deseo o necesidad en los individuos. Sin embargo, hay un límite ético que ha sido traspasado, como el bullado caso de la publicidad de la marca Monarch. Si bien hay un tema moral, no es el único a considerar en el debate, pues la publicidad se ha instalado como un vector de una “máquina de guerra revolucionaria”, para dar control y dirección a los grupos sociales.
Los comportamientos de los jóvenes de la década de los noventa, por ejemplo, fueron completamente distintos a los que tienen los jóvenes en la actualidad. Las conductas amorosas y las demostraciones de afectos eran más pudorosas y cuidadosas, la misma vestimenta lo confirma. Acompañada de otros vectores, como la música, se buscó explícitamente hipersexualizar a toda una generación, que son los adultos de hoy. Sus hijos, en cambio, los niños y adolescentes actuales, se ven enfrentados a una publicidad que no es explícitamente sexual, sino que lo es implícitamente, gracias a una codificación deconstruccionista. Esto es, vaciar conceptos y entregarle nuevos significados, buscando modificar las subjetividades de las personas y, por extensión, a todo el grupo social.
Lo que se debe tener en cuenta en el debate es que hubo un cambio de paradigma: de mostrar una publicidad abiertamente sexual ―explícitamente, como en la década de los noventa―, a mostrar hoy, engañosamente, categorías libidinales (implícita). Marcuse ―quien abogó por la liberación individual y social a través de la liberación del Eros, el placer y lo lúdico― comprendió que “la categoría estética y la tendencia política están íntimamente relacionadas”. Pero bajo las premisas de la deconstrucción se dio un paso más radical, al buscar transgredir el orden simbólico, derogando los opuestos binarios (bueno/malo, hombre/mujer, adulto/niño, humano/animal), lo que en este caso en particular se traduce en que niños son mostrados cada vez a más corta edad con códigos propios de adultos. Y, en un caso más general, también se observa que en la sociedad se habla ampliamente de géneros dejando atrás el binario de sexos, el que ha apuntado además a modificar las relaciones humanas y sexuales de las personas.
Que la publicidad ―y otros medios como la música, el cine, la literatura― difunda categorías ideológicas sexuales para configurar los comportamientos sociales se conoce bajo el concepto de Ideosex, término que da nombre a un libro chileno que busca comprender este conflicto dentro de la publicidad, escrito por Mauricio Marcich Colina (INIE Editores, 2011). El autor señala que el Ideosex es “la forma de ver el sexo y su utilización como agente revolucionador. La sexualidad es un ámbito de lo social y como tal está constituida por relaciones de poder. La sexualidad es por lo tanto, un espacio político” (p.274).
Si bien el fin de la publicidad apunta a motivar un acto en las personas ―como comprar un determinado producto―, una cosa radicalmente distinta es que busque modificar conductas sociales a través de la transgresión y la socialización de códigos sexuales implícitos, más aún exponiendo a menores de edad, en especial niños que aún no han alcanzado la pubertad.