En la antigüedad (y hasta inicios de la modernidad) si alguien sufría una enfermedad, el médico de la época habría culpado al miasma y aplicaría una sangría para intentar sanarle, ambas ideas desechadas por los conocimientos científicos actuales. Sabemos ahora, gracias a los avances médico-biológicos de la existencia de los virus y bacterias, que tienen la capacidad de enfermar. Este descubrimiento erradicó la teoría miasmática de la enfermedad, que decía que un aire, emanado por la putrefacción y las impurezas, era el responsable de nuestra desmejora de salud.
Las grandes epidemias del pasado ―desde la plaga de Atenas, la primera que tenemos registro, hasta el ébola del 2014― se han desarrollado producto de las aglomeraciones de las ciudades, lugares que albergan a mucha población, insalubres en su mayoría por el hacinamiento, los desechos y la poca higiene, elementos que facilitan la propagación de virus y bacterias. De todos estos hechos del pasado hemos intentado aprender y, ciertamente, con el coronavirus no ha sido diferente.
Hoy la pandemia nos permite reflexionar sobre la mala forma de vida que llevamos en la ciudad, pensar en la muerte como parte del recorrido del ser humano, la valorización de nuestra libertad frente al confinamiento, e incluso que las necesidades económicas son tan relevantes como las acciones sanitarias frente a la amenaza de la enfermedad. Mas, hay elementos de los cuales no se ha hablado, como la salud de nuestra política ―y la élite que lo representa― durante la crisis sanitaria.
De manera alegórica, imagínense un lugar de importancia nacional, pero que a la vez es sindicado como aquel donde lo peor evaluado de la sociedad se reúne. Personas de edad avanzada, representantes de las ideas que ayer trajeron esplendor, pero que hoy pareciera que solo fueron cantos de sirenas ―o eso opina un grupo importante de la polis―. Llega ahí un grupo de jóvenes, declarando estar limpios y pulcros, y con la misión de purgar todo rastro de aquellos viejos escollos. Ingresan con bajo respaldo de la ciudadanía, pero se arrogaban la voz de « todo el pueblo». Con el tiempo algo pasa, pues las actitudes que repudiaban públicamente de los demás, empezaron a practicarlas ellos: defendían asesinos, exaltaban la violencia… el último ejemplo ocurrió cuando uno de esos jóvenes acusaba lo mucho que les pagaban, y exhibía con soberbia que donaba la mitad de su salario, para que luego un excorreligionario advirtiera que esos fondos eran, de hecho, donados a él mismo.
¿Será que la podredumbre de las malas prácticas en el Servicio Público que llevamos un tiempo arrastrando, liberó un miasma que los enfermó, o siempre fueron parte de la misma impureza que mata cada día de la fe en la política? El caso de Jackson y su «autodonación» solo demuestra que sistema no sanará sin servidores públicos de vocación, y que el Frente Amplio solo fue una sangría a una oposición enferma, que solo empeoró su estado de salud.
Benjamín Cofré, El Líbero, 12 de mayo de 2020
Créditos fotografía: T13.cl