La pandemia ha absorbido parte importante de la realidad. Nuestras prácticas cotidianas (privadas y públicas), nuestros planes, nuestra economía, nuestras hermenéuticas, en fin, resulta difícil lograr marginar algo que se nos represente sin que haya sido tocado por la peste. En medio de todo este acontecer, la política ha sido protagonista, en tanto la administración de la pandemia depende en gran parte de su universo de competencias. Inicialmente se muestra poderosa, obviando incluso en nuestro país que ella misma –en relación con la ciudadanía- pasa por un paréntesis.
Aunque sea majadero, octubre no golpeó sólo al gobierno, sino a todo nuestro sistema político, pero marzo trajo la pandemia y con ella un congelamiento de la crisis que atravesábamos. De otro modo, la política ha perdido su saldo con la ciudadanía, y la pandemia solo congeló la deuda, pero, dada la forma en que se han venido comportando los diferentes actores, pareciese no haber suficiente conciencia de que aquella deuda sigue impaga y no hay más margen, sino -solo- un congelamiento. Los detalles que circunvalaron al reciente acuerdo pueden ser vistos como un síntoma de lo tarde que sigue reaccionando la política.
Más allá del diagnóstico crítico, se puede intentar avanzar preguntando si es que existen condiciones de posibilidad de recuperar confianzas y acercar a la ciudadanía con el alicaído sistema político. En principio, dos ejercicios podrían servir para avanzar en la recuperación del saldo agotado.
De un lado, una reflexión sobre cómo llegamos a octubre y la responsabilidad partidaria y sectorial al respecto parece un primer paso. Aunque diagnósticos abundan, la falta de sofisticación en las narrativas, la inercia en los modos de operar partidarios, y la evidente desarticulación en diferentes sectores, develan una inadvertencia de los alcances de la insurrección.
En segundo lugar, actuar con responsabilidad debería ser una condición medular para recuperar dicho saldo adeudado. En tiempos en que las ofertas políticas desbordan las redes, bien vendría un baño de prudencia que signifique evitar dejarse seducir por la venta de ilusiones. Mientras unos piden fijar precios, otros piden condonar las deudas y eliminar cualquier historial al respecto. Incluso algunos proponen derechamente realizar sacrilegios constitucionales, aun a riesgo de dañar los cimientos fundamentales de toda democracia, como es el respeto por la institucionalidad. Tarde o temprano, la ciudadanía comprenderá que la venta de ilusiones no es más que un espejismo que sólo retrasará un poco otra crisis.
Actuar con responsabilidad (o no promover la venta de ilusiones) implica también (entre otras cosas) despegar a la política de la emocionalidad que la inunda, pues profundizar la lógica del mero impacto en las subjetividades solo desprestigiará más el quehacer político.
Si los discursos de buena voluntad y cargados de causas justas siguen disociándose de las conductas, la política no dará muestras de cambios. Esto es gravitante en tanto la forma en que salgamos de este momento depende del modo en que se actúe hoy.