La velocidad de las comunicaciones en un mundo híper conectado como el nuestro permitió que la información sobre el coronavirus se diseminara más rápido que el contagio mismo. Aquello se tradujo en la elaboración de diferentes estrategias gubernamentales (algunas claras y ordenadas, otras “a la que te criaste” nomás) para enfrentar la peste. El tiempo ha demostrado que las tempranas evaluaciones sobre las medidas adoptadas en cada país fueron apresuradas. Sin embargo, más allá de los errores o aciertos, algo claro a estas alturas es que los organismos internacionales reaccionaron después de los gobiernos, y estos últimos, en su gran mayoría, optaron -en sus diferentes niveles- por tomar medidas de control, utilizando el miedo como aliado. En medio de todo este proceso, los cuerpos intermedios han sido relegados a un segundo plano.
Los cambios en las conductas han requerido de discursos asépticos y profilácticos que se han tornado mandantes, al punto que, por ejemplo, caminar sin mascarilla se volvió tan grave como manejar sin cinturón de seguridad. En medio de los anuncios que adelantan que la “nueva normalidad” será más que estacional, los gobiernos han seguido avanzando en normativas que fijan límites en las relaciones cotidianas, a la vez que las personas han empezado también a tomar decisiones sobre cómo y dónde vivir. En cualquier caso, todo parece apuntar a un cambio cultural que podría atomizar más aún a nuestras sociedades.
Todo esto supone desafíos y riesgos para el tejido social, a la vez que nos recuerda las impostergables discusiones que quedaron suspendidas por la pandemia. Los caminos recorridos desde los inicios de la Modernidad buscaban construir marcos o fuentes dispensadoras de sentido de la vida en sociedad. Símbolos como los que representaban los Estados Nacionales dieron paso a políticas que, guiadas por la razón instrumental, intentaban favorecer y exponer ciertos valores de lo social (educación, derechos humanos, libertad, mejora en la calidad de vida, etc.). Hoy, a la fragmentación que veníamos presenciando debemos sumar otros cambios culturales -como el distanciamiento, la estatización de las relaciones, y la sospecha estructural- que más bien profundizarán dicho fraccionamiento. Un paisaje como el descrito sólo podría menoscabar la naturaleza social que justifica el importante rol de los cuerpos intermedios, pues, tanto las demandas por reconocimientos culturales o de nuevas identidades, como también el avance de la presencia estatal en la cotidianidad de las personas tenderán a invisibilizar dichas instituciones. Este escenario vuelve apremiante la necesidad de pensar en cómo reposicionar el valor de la diversidad de los proyectos que surgen al interior de las sociedades y que contribuyen a fortalecer el sentido unitario de estas, y aportan al bien común.
Si a este cuadro agregamos que la experiencia sociopolítica chilena del último tiempo ha venido tensionando los vínculos sociales y los cimientos de nuestra modernización, entonces no resulta temerario pensar que los impactos que la peste está generando a las ya frágiles sociedades podrían agudizar más nuestra propia crisis interna.