Chile destacó por más de 30 años en Latinoamérica siendo un ejemplo para los países vecinos. Lamentablemente, esta democracia también ha sido víctima de los aires demagogos. El país está atravesando un proceso sociopolítico impulsado por las izquierdas que buscan refundarlo todo a través de falsas promesas de dignidad e igualdad que solo benefician a algunos actores políticos.
Como consecuencia de lo anterior, la institucionalidad chilena se ve amenazada en su totalidad. Uno de los muchos elementos en jaque es el sistema de pensiones privadas ―que funciona con la gestión de las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP)―, que ahora desean sustituir con un sistema estatal de reparto.
En Chile, el actual sistema de capitalización individual obligatoria establece que todo trabajador debe depositar en su cuenta personal de una AFP un porcentaje de sus ingresos mensualmente para poder financiar su futura pensión. Este sistema fue creado durante el Gobierno Militar, cuando José Piñera ejercía como ministro del Trabajo, y que ha sido posteriormente intervenido en varias ocasiones por los gobiernos de centroizquierda.
Durante el pasado mes de octubre, el Índice Global Melbourne Mercer de sistemas de pensiones señaló que en Latinoamérica Chile encabeza este ranking, ocupando el puesto número 13 a nivel global con 67 puntos ―mismo puntaje que Suiza―. Los aspectos para considerar en este índice son la suficiencia del sistema, la sustentabilidad, y la integridad.
A pesar de aquel resultado, las AFP en Chile están siendo fuertemente amenazadas, tanto por el movimiento social “No+AFP” (que data de varios años), como por la institucionalidad, pues la oposición obstruccionista ha buscado invalidarlas para así refundar el país en todos sus aspectos.
El 23 de julio de 2020, el sistema de pensiones sufrió su primer golpe, pues se aprobó en el Congreso el retiro del 10% de los ahorros previsionales de las AFP.
Esta ley, impulsada por tres mociones refundidas en la Cámara de Diputados, se justificaría para palear la pérdida de ingresos producto de la pandemia y la crisis económica que el país acarrea desde el 18-O de 2019. Una medida que fue apoyada incluso por actores del oficialismo, pues el escenario económico estaba complicado.
El Gobierno también desembolsó una suma de 5.500 millones de dólares en ayudas y subsidios directos a las personas, una cifra muy alta para un país que está (o estaba) en vías al desarrollo.
No obstante, desde mediados de septiembre el país ha desconfinado “paso a paso” las comunas. Los centros comerciales ya están operativos, al igual que restaurantes, bares y cafés, reactivando poco a poco la economía. Incluso se espera prontamente la apertura de las fronteras para incentivar el turismo.
Pero para las izquierdas no hay primera sin segunda, por lo que la oposición chilena ―liderada por la diputada de extrema izquierda, Pamela Jiles― volvió a impulsar un segundo retiro del 10% de las AFP que el pasado martes 10 de noviembre se votó en la Cámara de Diputados, aprobándose esta medida y despachándose al Senado.
El día anterior, Jiles amenazó con que si se aprobase el segundo retiro, el siguiente paso sería destituir al ministro de Hacienda, Ignacio Briones (la semana pasada, el exministro del Interior, Víctor Pérez, fue víctima de una injusta acusación constitucional), develando que buscan arrasar con todo.
No obstante, aún hay más amenazas, como las señaladas por el senador Alejandro Navarro –también de extrema izquierda– quien admitió hace unos meses que “es peligroso establecer que los ahorros previsionales son inexpropiables e inembargables” como lo decía el artículo de la ley del retiro del 10 % que fue rechazada.
Si vemos cuál es el real fin que motiva este segundo retiro, las cosas quedan claras. Pues –tal como ha sido el relato sobre la Constitución– el sistema de AFP también pecaría por su origen, por lo que hay eliminar todo vestigio del Gobierno Militar a pesar de que haya establecido pilares de progreso.
Si bien este sistema permite un mecanismo financiero de ahorro que se capitaliza según el rendimiento de sus fondos –beneficiando a los cotizantes–, se ha instalado el discurso que hay que apuntar hacia un sistema estatal de reparto.
Este escenario no es extraño cuando las izquierdas históricamente han instalado la necesidad de alcanzar una sociedad igualitaria, que en la práctica se traduce en destruir a los sectores medios para que todos sean iguales (en pobreza… menos las élites de sus partidos).
No valoran el mérito ni la capacidad de ahorro que cada persona pueda tener, ni las diferencias que hacen que nos desarrollemos en distintas esferas aportando al progreso de nuestras sociedades. De esta manera es posible desplazar el rol del Estado subsidiario por uno que eufemísticamente denominan “solidario”. Esto implica un aumento del aparato estatal para que, en un futuro no muy lejano, sea el único ente capaz en solucionar los problemas (que este mismo crea).
Ya en el siglo IV a.C, Aristóteles comprendía que la democracia puede corromperse y devenir en demagogia. Esta se caracteriza porque los gobernantes hacen promesas que nunca cumplirán, solo para obtener un beneficio propio, pues un demagogo es “un adulador del pueblo”.
Asombrosamente, tras 25 siglos Aristóteles aún tiene razón. Chile está siendo víctima de los demagogos con la promesa de una “vida digna”, una frase que ha sido repetida desde el 18-O.
La solución real es crear empleos, ingresos y riquezas, no destruir el ahorro de los chilenos con el motivo de palear la situación económica actual. Tal como señaló el premio Nobel de Economía, Milton Friedman, una sociedad que pone la igualdad por encima de la libertad acabará sin igualdad ni libertad. Los únicos que se benefician son aquellos con políticas que dan pan para hoy, pero auguran un largo hambre para mañana.