Durante el actual gobierno del presidente Sebastián Piñera Chile ha tenido tres ministras de la Mujer y Equidad de Género. Desde junio del presente año se encuentra en el cargo Mónica Zalaquett, militante del partido de centroderecha Unión Demócrata Independiente (UDI), se considera provida y desde su cartera busca erradicar la violencia hacia la mujer. No obstante, en una entrevista publicada el pasado sábado 14 de noviembre en el diario chileno La Tercera, la ministra señaló que “el feminismo no es de izquierda ni de derecha”.
En Chile, el movimiento feminista estalló con gran fuerza durante el año 2018, iniciándose como una revuelta universitaria que se extendió al resto de la ciudadanía en poco tiempo. En un comienzo buscaron visibilizar la violencia que las mujeres podemos sufrir, un dolor real que aún ocurre en el siglo XXI. La fuerza de este movimiento social radicó en que, supuestamente, representaría a todas las mujeres, independiente de su condición socioeconómica, política o valórica. Pues, se suponía que el sujeto político del feminismo es la mujer, pero pronto dejó entrever que no todas son dignas de defender.
Los rayados y grafitis que quedan registrados después de marchas en las principales calles de Chile, así como los numerosos cánticos feministas, demuestran el odio ideológico que se ha ido inoculando. Las consignas contra la Iglesia, el “patriarcado”, el sistema “neoliberal” o contra la masculinidad no son las únicas, pues también hay mensajes contra mujeres que se escapan al imaginario político de izquierdas. Ni la paca, ni la cuica ni la facha son compañeras, dice uno de los lemas más repetidos (ni la mujer policía, ni la mujer de buena situación socioeconómica, o la mujer de derecha son mujeres que defender).
Los feminismos instalaron una agenda explícitamente política, que copó y saturó todos los espacios de la sociedad chilena: desde el discurso que apunta al fin de la violencia de género, se escaló a la demanda por el aborto libre, a abolir al sistema patriarcal y capitalista, o instalar una educación feminista y de género. Incluso, ad portas del proceso constituyente, los colectivos feministas ya han cimentado los lineamientos para escribir una nueva Constitución con enfoque de género y feminista.
Cuando nos aproximamos a la teoría que soporta al movimiento feminista podemos comprender por qué surgen estos discursos. Los feminismos se pueden aglutinar en dos tradiciones que se desarrollaron a la par (y no uno después del otro, como sugiere la conceptualización de olas feministas). Por un lado, el Feminismo de la Igualdad, alimentada por los lineamientos del liberalismo clásico, que demandó que la mujer se debe igualar al hombre en derechos civiles y políticos, a través del acceso al sufragio, a la educación y la independencia económica. Por otro lado, el Feminismo de la Diferencia, que se nutre de los ejes discursivos del marxismo, instalando el discurso de la emancipación, pues traslada la dicotomía de opresores-oprimidos en las relaciones matrimoniales.
Cuando la mujer logró acceder ampliamente a la esfera pública, al menos desde mediados del siglo XX en Occidente, el Feminismo de la Igualdad comenzó a agotarse. La mujer logró independencia y control de su situación. Poco a poco, coparon las universidades ―en el caso chileno, desde hace ya una década la matrícula en educación superior de mujeres es mayor que la de hombres―, empezaron a postularse en cargos de elección popular logrando ser elegidas e incluso han llegado a grandes cargos en el mundo público y privado.
Sin embargo, es dable observar que los discursos del Feminismo de la Diferencia han diseminado todos los espacios, al concebir que hay un sistema que oprime todas las dimensiones de la vida.
“Lo personal es político” es una frase que devela cómo la abolición del binario público-privado permite que la sexualidad y el cuerpo sean territorios de disputa política. Por ello se dejó de hablar de sexos cuando se aceptó ampliamente el uso del vocablo género, pues siguiendo a Judith Butler, la identidad sexual se construye a través de la performatividad del género. Ellas entienden que incluso este aspecto es producto de una imposición cultural, desconociendo toda naturaleza humana. Deconstruir el ser y su identidad permite descentrar y desplazar los sustentos de Occidente, pues es una estrategia política.
Desde 1990 dentro de los feminismos se desarrolla la Teoría Queer, implicando dos cosas: la mujer desaparece como sujeto político al invisibilizarse con la sigla LGBTQ+; y las demandas son de tipo post-identitarias. No hay hombres, no hay mujeres, ni heterosexuales u homosexuales. Las disidencias sexuales se posicionan como cuerpos hablantes que resisten a la héteronorma, por lo que esas otras sexualidades y cuerpos periféricos son parte de la lucha política a un sistema que buscan desplazar.
Por este motivo, los discursos desde finales del siglo XX apuntan a dislocar todo andamiaje e imaginario sociopolítico que ha soportado a la derecha históricamente.
Los feminismos activos en pleno 2020 buscan desplazar las nociones tradicionales de la familia, el matrimonio y hasta la monogamia. Para ello, llaman a deconstruir las categorías de la femineidad, pero también la propia masculinidad.
Así, es posible ignorar la propia naturaleza humana, pues concibe que los cuerpos ―y no las personas― son tabulas rasas que pueden determinarse inmanentemente. No hay trascendencia, no hay dignidad, porque desde las matrices teóricas que lo soportan ―como el posestructuralismo y el antihumanismo― entienden que ya no hay ser ni sujeto, pues siguiendo a Foucault, el hombre ha sido superado.
Ya en la década de 1970, Shulamith Firestone dejó claro este asunto: “Y así como la meta final de la revolución socialista era no sólo acabar con el privilegio de la clase económica, sino con la distinción misma entre clases económicas, la meta definitiva de la revolución feminista debe ser, a diferencia del primer movimiento feminista, no simplemente acabar con el privilegio masculino, sino con la distinción de sexos misma: las diferencias genitales entre los seres humanos ya no importarían culturalmente.”
Expuesto lo anterior, es un error afirmar que el feminismo no es de derecha ni de izquierda. Pues, desde que se asume el enfoque de género, es decir, un Feminismo de la Diferencia en una etapa radicalizada y que tiene en su base la deconstrucción del ser, es posible constatar que desde este vector se apunta hacia (no)valores (post)marxistas, donde no hay gramática ni verdad común, todo ello contrario con los valores del sector de la derecha política.
Daniela Carrasco, La Gaceta, 18 de noviembre de 2020