El 1 de abril de 1991 fue asesinado el senador Jaime Guzmán Errázuriz. El crimen generó impacto y repudio transversal. A treinta años de su asesinato, si hay algo que un país civilizado esperaría es haber dejado atrás cualquier atisbo de violencia política. Sin embargo, no es así. Nuestro país camina por senderos en que la violencia gana espacios. La ex Concertación cedió ante las jóvenes élites que prometían renovar la política. Pero lejos de nuevos aires trajeron una agenda que, cargada de un lenguaje que relativiza la violencia, agudizó el clima.
Desde octubre de 2019, la violencia “estalló” en diferentes expresiones de un modo abrupto y sin complejos. La radicalización del lenguaje y la normalización de la violencia contribuyeron al apoyo implícito y explícito que muchos actores de izquierda han dado a las acciones violentas que hemos padecido desde entonces. El país ha presenciado homenajes a violentistas, resquicios para intentar destituir al Presidente, acusaciones constitucionales a toda autoridad que intente hacer respetar el estado de derecho, “llamados de la naturaleza” a los niños para que salten torniquetes y caminen hacia la rebelión, adhesión a “quemarlo todo” de una parlamentaria frenteamplista y así un largo etcétera. ¿Será acaso que cierta izquierda ve en el resto un enemigo a quien aniquilar?
Esto no es casual. Si hoy las minorías suponen que por el solo hecho de serlo tienen derecho a usar la violencia para avanzar en sus causas es porque desde hace años algunos actores volvieron a instalarla en sus discursos. La frase “por las buenas o por las malas” con la que aludía el cambio constitucional un actual candidato a constituyente no fue un exabrupto, como tampoco lo es llamar “ajusticiamiento” al cobarde atentado terrorista que le quitó la vida a Jaime. Sin embargo, ya no genera consenso condenar declaraciones como éstas porque se ha instalado semánticamente la tolerancia a la violencia. La nueva normalidad parece olvidar lo que debiera desterrarse éticamente en democracia.
A treinta años del asesinato de Jaime Guzmán estamos muy lejos del país al que aspirábamos en 1991. Nuestra democracia está debilitada, cada vez compartimos menos valores comunes y la forma de disputarlos es la descalificación o la violencia. Peor aún, esa violencia se legitima a plena luz del día. Es urgente reflexionar cómo detener la polarización y la violencia que atravesamos, pues los riesgos que implica pueden llevarnos a un despeñadero. Un senador murió hace tres décadas víctima de la violencia política. Hoy para algunos es legítimo que sus asesinos, amparados por la libertad de expresión, hablen de “ajusticiamiento” e intenten avalar éticamente ese crimen. No podemos seguir retrocediendo ante la violencia y su justificación.