Uno de los efectos sociopolíticos más evidentes del llamado estallido social de octubre de 2019 es la rápida consolidación del diagnóstico que sostiene que durante los últimos treinta años nuestro país generó desigualdad, abuso y una mala política basada en acuerdos de espaldas a la ciudadanía, denominada despectivamente “cocina”.
La culpa la habría tenido prácticamente todo el sistema político que consiguió cargos de representación, es decir, que formó parte del parlamento y de los gobiernos desde que se retornó a la democracia en 1990. Es un hecho que este imaginario político se ha consolidado estos últimos dos años debido a una reacción tibia de un amplio espectro de los diferentes sectores políticos, incluyendo a algunos de centro derecha, para defender lo realizado y, particularmente, las bases del modelo de desarrollo que permitieron a Chile pasar de país pobre a ser el de mejores perspectivas en Latinoamérica para alcanzar el desarrollo.
Al intentar buscar los orígenes de este planteamiento, encontramos que desde antes incluso que asumiera su segundo mandato el presidente Piñera, las querellas que surgieron desde la nueva izquierda radical y los discursos autoflagelantes de la izquierda que tradicionalmente se consideraba moderada fueron construyendo esta idea novelesca de país. Es así que hoy esta última izquierda, la moderada, se ha quedado sin discurso, sin historia ni proyecto, corriendo detrás de la huella de la primera, la extrema.
En efecto, las protestas que dieron origen al llamado movimiento estudiantil del año 2011 y que empujaron una nueva forma de comprender la educación también lograron concebir una nueva elite política que comenzó, desde su origen, a mostrar que sus horizontes iban mucho más allá de la disputa por mejoras acotadas en el campo educacional. Dicho de otro modo, los estándares con que el movimiento estudiantil quería medir sus triunfos políticos no se agotaba en conseguir rebajas en las tasas de interés de los créditos universitarios o en ampliar los beneficios de las becas estudiantiles.
Aquella nueva élite, con un discurso profundamente radical y pegajoso, y con capacidad de convocatoria y movilización, vino a plantear al menos dos elementos que se incorporaron en las discusiones políticas. Primero, una validación de formas violentas de expresión de la conflictividad y, segundo, una visión de un país desigual y abusivo que había que enfrentar para transformar y avanzar hacia otro que dejara atrás el modelo de desarrollo que se había propuesto el Chile de la transición. Sobre este discurso se justificaba cualquier demanda política. De este modo, la gratuidad educacional era una derivada del diagnóstico político del que estaban convencidos y, por lo mismo, servía como soporte de cualquier otra demanda que dialogara, en clave de derechos sociales, con aquel croquis político que comenzaron a dibujar hace exactamente una década.
Paralelamente, mientras el gobierno de la época se demoraba en acusar recibo de los alcances de las ambiciones que significaba la circulación elitaria que acababa de nacer, la ex Concertación comenzaba a convencerse de que no debía disolverse sino negarse a sí misma, para luego transformarse en una Nueva Mayoría que sólo confirmó que no se puede reconstruir con los mismos actores un proyecto cuyo fundamento es una amalgama entre la amnesia y la negación política.
Enfrentados a la autoflagelación y a las crudas recriminaciones que recibían desde la nueva izquierda radical, el conglomerado político que había demostrado durante dos décadas de gobierno que había una izquierda que no sólo daba garantías de gobernabilidad, sino que además había gobernado exitosamente, terminó plegándose, implícitamente unos y explícitamente otros, al diagnóstico que se venía diseminando desde el 2011 por esa izquierda tan radical como convincente, contribuyendo a instalarlo definitivamente en el debate público. Al traste enviaron haber situado a Chile como el país de mejor desarrollo humano y mayor ingreso per capita de toda América Latina en un ambiente de estabilidad política y paz social. Finalmente, el desgaste político, la falta de capacidad para generar crecimiento y algunos desaciertos lamentables del segundo gobierno de Michelle Bachelet, como el episodio de los “patines” que sacó ronchas a la clase media, convirtieron a la Nueva Mayoría en un conglomerado efímero que permitió el triunfo de un segundo gobierno de centro derecha, pero al mismo tiempo la cristalización del imaginario de abuso y desigualdad.
Hoy, ad-portas de una nueva elección presidencial, el juicio político empujado por la izquierda radical ha consolidado su hegemonía sobre la que se supone es más moderada, al punto de que a la primera no le interesa establecer alianzas con esta última de cara a los comicios que vienen. Al contrario, su intención es medir fuerzas, precisamente porque se consideran acreedores de un momento que no los obliga a negociar.
Tal supremacía se hace más evidente al observar el desempeño de las cartas presidenciales que hoy exhibe la ex Nueva Mayoría. Apenas entrada en escena hace unos meses, la socialista Paula Narváez señaló que se debía “reemplazar la política de lo posible por la política de lo necesario” y su jefe programático, Daniel Hojman, ha reconocido que, más allá de las diferencias en gradualidad, sus propuestas “en un sentido importante coinciden con los objetivos generales del Frente Amplio y del Partido Comunista” y, por si eso por sí sólo no bastara, cabe recordar que, si no hubiera sido por el portazo de Daniel Jadue, el Partido Socialista hubiera pactado con ellos.
Al mirar a la Democracia Cristiana, el panorama no cambia mucho. Si bien Yasna Provoste ha sabido desenvolverse en su rol de presidenta del Senado, su disposición a negociar con el gobierno no puede desprenderse de la situación desmejorada en que quedó el Ejecutivo luego de su derrota ante el Tribunal Constitucional buscando evitar el tercer retiro de fondos de pensiones. Dicho de otro modo, su actitud responde más bien a una cuestión de formas que de fondo: es la misma senadora Provoste que a ratos se ha mostrado moderada la que impulsó un proyecto de “nacionalización” de los fondos de pensiones y la que ha apoyado la tesis de que en nuestro país existen presos políticos al respaldar la idea de indultar a detenidos por delitos gravísimos durante la revuelta de octubre.
En suma, si no fue suficiente la relativización de la propiedad privada ni la regulación de los medios de comunicación propuestas por el candidato presidencial comunista Daniel Jadue, ni tampoco la amenaza de persecución judicial a Sebastián Piñera anunciada por el candidato Gabriel Boric, para generar una respuesta enérgica de las candidatas Narváez y Provoste que diferencie posiciones por parte de la aún denominada centro izquierda, izquierda reformista o izquierda democrática, cuesta convencerse de una cosa distinta a que simplemente ya no queda mucho de esa izquierda moderada.
Jorge Jaraquemada, CNN Chile, 2 de julio de 2021