Por Jorge Jaraquemada
El Líbero, 12 de octubre de 2024
A cinco años del llamado “estallido social” no hay acuerdo sobre lo que ocurrió ni tampoco sobre sus causas. Pero esto no es nuevo. Ocurre algo similar cada 11 de septiembre desde hace cinco décadas. En todo ese tiempo no se ha podido zanjar una reflexión común que permita comprender qué ocurrió y por qué. Sólo se juzga lo que siguió a esa mañana. La causa principal es una grieta insalvable entre los diagnósticos históricos que cada uno defiende.
En el caso del 18-O -guardando todas las diferencias con la crisis y quiebre democrático de la Unidad Popular- pasa algo similar. La grieta que separa a unos y otros es la violencia como causa de la crisis social en la medida que fue validada como medio de acción política.
Esa violencia no estalló repentinamente en octubre de 2019. Varios años antes habíamos iniciado una espiral de convivencia política agresiva. Quizás el caso de aquella escolar con el melódico nombre de Música -que arrojó intempestivamente un vaso de agua a una anonadada ministra de Educación- sirva de hito ilustrativo para fijar una dislocación en nuestra convivencia que nos ha traído graves e inexpugnables consecuencias.
De a poco nos fuimos acostumbrando a que los liceos emblemáticos se convirtieran en instrumentos de la violencia con tomas y ataques incendiarios en los alrededores de sus dependencias que afectaban la cotidianeidad de los ciudadanos y también dentro de sus instalaciones con el irreparable impacto en los aprendizajes y, lo más grave, con la osadía de intentar prender fuego a sus propios profesores.
En ese momento se interrumpió toda posibilidad de una sana convivencia escolar. En paralelo, las tomas eran validadas por los dirigentes del movimiento estudiantil de 2011 y luego calificadas de “pacíficas” por la entonces alcaldesa de Santiago. Todos ellos ahora autoridades de gobierno. Las tomas feministas de 2018 también aportaron en el derrotero de la violencia, pues validaron las funas como herramienta política. Hasta que la violencia eclosionó aquel viernes negro de octubre.
Es un error -que no colabora a comprender el fenómeno- separar la participación pacífica de mucha gente en las manifestaciones que se realizaron semanas después de los actos violentos que iniciaron el fuego el 18-O. El estallido no se comprende sin la violencia que lo acunó y el apoyo inicial que le brindaron una mayoría de ciudadanos y muchos políticos.
Recuérdese que todos los partidos de la oposición de entonces suscribieron la declaración del 12 de noviembre de 2019 que decía: “Los ciudadanos movilizados en todo el territorio nacional han establecido, por la vía de los hechos, un ‘proceso constituyente’ en todo el país”. Todo lo que siguió después hasta nuestros días -incluidos los cambios de opinión en la adhesión ciudadana que arrojan las encuestas- es consecuencia de los escenarios abiertos por el uso de la violencia.
Bajo esa atmósfera se desarrolló la Convención Constitucional, cancelando gente por sus opiniones e intentando transgredir sus atribuciones en un afán destituyente. El Frente Amplio y el Partido Comunista hicieron todo lo posible por devaluar el valor de la autoridad, particularmente de las policías -daño que permanece hasta hoy y facilita el accionar del crimen organizado-, mientras las barras bravas se tomaban las calles y grupos armados ponían en jaque nuestro Estado de Derecho baleando comisarías.
La anomia fue tal que se trató de destituir al Presidente Piñera y las ciudades se encerraron sobre sí mismas luego de ser salvadas por la pandemia de seguir siendo vandalizadas. Nuestro país, efectiva pero tristemente, sí había cambiado.
Hoy Chile tiene una pésima convivencia política donde los acuerdos están ausentes y la falta de inversión económica es alarmante. Mientras el gobierno, incoherente e incomprensiblemente, insiste en colocar trabas a nuevos proyectos al mismo tiempo que envía proyectos de ley para alivianar la permisología. El país no crece, las autoridades celebran como grandes logros avances insignificantes y las personas nos hemos empobrecido con una persistente inflación. Todos estos efectos son, en lo grueso, inseparables de lo que circunvaló la revuelta de 2019.
Ese espíritu octubrista permanece en muchas autoridades. De vez en cuando sus pulsiones más íntimas los traicionan. ¿Cómo entender si no al Boric que dio sibilino apoyo a uno de los asesinos de Jaime Guzmán o que indultó y premió con pensiones de gracia a “presos de la revuelta” y que luego se autoproclamó el “perro guardián” contra la delincuencia y que rechaza, cada tanto, la violencia política, pero que recién asistió y celebró una exposición sobre el MIR? ¿En cuál de todas estas actitudes el Presidente se traiciona a sí mismo?
El espíritu octubrista -que a ratos parecía haber quedado atrás- repentinamente regresa para mantenernos divididos y prolongar nuestra crisis de convivencia, que ya parece interminable, afectando los anhelos de desarrollo. La peor evaluación del estallido, según la última encuesta CEP, la tienen los sectores más vulnerables y con menor educación, es decir, aquellos a quienes más impactan nuestros retrocesos democráticos. Es una fría y cruel constatación del daño que generó la violencia octubrista… y no hay malestar que la justifique.