Una fotografía captura una imagen. Una imagen fotográfica pretende significar algo. Sin embargo, en la medida que simulemos o disimulemos la realidad que la imagen intenta captar, la fotografía carga con un déficit, cual es, no dar cuenta de lo que realmente indica dicha imagen. Si nos han dicho siempre que las encuestas son una fotografía, una muestra de un momento, podemos legítimamente reclamar hoy su déficit. Claro pues, como sabemos, las imágenes que capturaron las encuestas durante la campaña no lograron dialogar con los –archi analizados- resultados electorales. En ese sentido, se hace necesario -antes de cifrar a los electores o describir las nuevas posiciones de poder y anunciar el cambio de ciclo político- hacer un esfuerzo por indagar un poco más sobre la mutación de la sociedad y los sujetos que la componen.
La trama de los cambios en el comportamiento electoral viene a anunciar la necesidad de un giro en las técnicas por medio de las cuales operan quienes miden y pretenden leer el comportamiento electoral. Pero esta trama implica también nuevos desafíos (y problemas) para la forma en que los sistemas democráticos, con sus respectivas instituciones, actores y representantes, se relacionan con los ciudadanos. Toda proyección requiere primero una comprensión de aquello que ha mutado y de cómo ha cambiado. Esa capacidad de comprensión, que se había adjudicado la politología y encuestología, ha menguado.
Cada vez se hace más estéril buscar patrones estables o constantes en la forma en que se comportan y manifiestan los ciudadanos. Sus silencios operan casi como una herramienta que los protege frente a la multiplicidad de mensajes que no los colman de sentido. Asistimos así a voluntades que suponen verdaderos agujeros negros cada vez más difíciles de descifrar y que ponen en jaque a las hegemonías y los clásicos clivajes.
Esto es preocupante e interpela a la política y sus técnicas no solo porque se hace más difícil mapearlos, sino porque obstruyen las posibilidades de organización, representación y participación (únicos modos hasta ahora conocidos para legitimar lo político). Si, para organizarse, representar y participar, se requiere de lenguajes comunes que hagan posible “lo común”, entonces la política y la democracia enfrentan desafíos importantes de aquí en más. Claro pues, lo que observamos hoy al otro lado de nuestras ventanas son sujetos rizomáticos y sociedades cada vez más atomizadas. Esto ocurre precisamente porque el efecto sociológico y político de la relativización de algunas categorías humanas y del lenguaje mismo no podía sino decantar en una imposibilidad de la interrelación y compromiso ciudadano con aquello que llamamos sociedad. La opacidad que tanto ha sorprendido a los encuestadores y analistas supone una fuga o irreductibilidad de los silencios ciudadanos a las técnicas de comprensión de las masas.
Esto supone un paso en falso para la era de la transparencia, donde la información dejaría todo al descubierto, particularmente las preferencias de las personas. Por lo mismo, deberíamos admitir (para iniciar una búsqueda seria por encontrar nuevas formas de relacionarse con los ciudadanos) que enfrentamos identidades tanto solitarias como nómades que no se dejan convencer fácilmente, precisamente porque desprestigiamos al lenguaje como canal de verdad. Un diagnóstico así supone un divorcio entre los sujetos con la política, sus instituciones, y con la sociedad. Vencer el silencio, el desencanto y la incomunicación pasa por dotar de sentido político la atomización de las personas que miran desde lejos la política como proyecto común. En su momento, Dios fue quien unió y dio sentido unitario a las sociedades, luego fueron los Estados Naciones. Hoy, apenas alcanza con espantar parcialmente los miedos materiales para captar un poco de atención ciudadana.