Por Jorge Jaraquemada
Publicado en La Tercera, 22 de septiembre de 2023
Al gobierno aún le quedan dos años y ya ha sufrido contundentes e históricas derrotas electorales, además de varios fracasos políticos. El primero con la temeraria visita de la entonces ministra del Interior Izkia Siches a Temucuicui. La salida a balazos de la comitiva gubernamental dejó ver tempranamente que la impericia sería el sello del gobierno. Luego, en el primer proceso constitucional, el Presidente y su gabinete apostaron con entusiasmo por “aprobar”, incluso condicionando la realización de su programa al resultado del plebiscito. A los pocos meses volvió a sufrir otra derrota. Después de haber impulsado y abierto un segundo proceso, el triunfo de las derechas en la elección del Consejo Constitucional fue otro duro golpe electoral.
Entre medio ha cometido errores y provocado roces innecesarios de todo orden. En política exterior, nada menos que con España, Estados Unidos y países limítrofes. En un clima de polarización y una economía resentida por la pandemia y los rezagos del octubrismo, presentó una reforma tributaria, definida como clave para sus objetivos, que fue rechazada prematuramente en el Parlamento. Los tres cambios de gabinete realizados son la señal de una administración que va de frustración en frustración tras un liderazgo opaco y, a ratos, errático.
Su último fracaso fue la conmemoración de los 50 años. El desafío se le hizo cuesta arriba. Las tensiones que desde el principio instaló el Partido Comunista en La Moneda y la presión de otros grupos de izquierda malograron una excepcional oportunidad de evidenciar su voluntad de avanzar en reconciliación y la aceptación democrática de las diferentes posiciones. Su derrota estuvo en la soberbia ideológica con la que insiste en hacer política y que se tradujo en el intento de imponer una visión única de la crisis que llevó al colapso de nuestra democracia en 1973. Sin embargo, tanta reivindicación de Allende y de la Unidad Popular terminaron por someter a un inédito escrutinio la figura del exmandatario y abrir nuevas interpretaciones del colapso previo de la democracia que la izquierda por años se ha negado a discutir.
Esta derrota, sin embargo, podría no ser la última. De los desafíos que siguen, el plebiscito constitucional de diciembre, dado el modo en que se ha desarrollado este segundo proceso, pone al gobierno, paradójicamente, en una situación difícil, por no decir imposible. Tomar posición “a favor”, en virtud del ánimo “en contra” que las encuestas manifiestan, podría convertir el plebiscito en una evaluación de su gestión dada la ineptitud mostrada hasta ahora. Al contrario, jugarse “en contra” parece un poco ridículo, pues esta opción deja vigente la Constitución que califica de ilegítima y que ha sido el gran símbolo por derrumbar. Y, además, porque este gobierno, a diferencia del anterior, es autor absolutamente voluntario de este segundo proceso.
No es fácil lo que en esta materia debiera hacer el gobierno. Tal vez asumir un rol prescindente frente al plebiscito y ocuparse de temas de vital preocupación para la ciudadanía que cuentan con el beneplácito de la oposición. En el tiempo que le queda podría ejercer autoridad e intentar avanzar en seguridad, desempleo y crecimiento económico. De lo contrario, estará condenado a la intrascendencia.