Por Jorge Jaraquemada
Publicado en El Líbero, 16 de septiembre de 2023
Un ámbito donde la Comisión de Expertos del proceso constitucional tuvo un acercamiento muy innovador fue en la regulación y estructura del poder judicial. Esto no es menor, pues desde el siglo XIX que dicho sistema no ha tenido modificaciones relevantes. Actualmente se ordena en torno a una Corte Suprema que, como máximo tribunal, concentra amplias atribuciones tanto de carácter jurisdiccional como no jurisdiccional o administrativas, con facultades de superintendencia directiva, correccional y económica de todos los tribunales del país. Durante mucho tiempo una parte de la doctrina ha criticado la concentración de ambas funciones en el tribunal superior como un obstáculo a una genuina independencia e imparcialidad de los jueces.
En la actualidad, el poder judicial tiene un carácter endogámico. Es decir, los jueces de primera instancia son elegidos de ternas que confeccionan las respectivas cortes de apelaciones, los ministros que integran esas cortes son elegidos de ternas que arma la Corte Suprema y los ministros de ésta son elegidos desde quinas formadas por el mismo máximo tribunal. Esto quiere decir que en nuestra judicatura ordinaria no existen —al día de hoy— jueces que no hayan pasado por el filtro de ser seleccionados por los tribunales superiores. Adicionalmente, los sistemas disciplinarios de la judicatura también dependen, de manera principal, de los tribunales superiores jerárquicos. Esta organización genera un resultado indeseado: los magistrados tienen muy presente que al fallar en un sentido o en otro pueden estar afectando su carrera de una manera positiva o negativa. Es un incentivo perverso para que los jueces guarden cierta obsecuencia con las orientaciones que exhiben sus superiores.
La ética judicial uniformemente reconoce que los magistrados deben actuar con independencia respecto del sistema social, con imparcialidad respecto de las partes, con objetividad respecto de sí mismos, es decir, de sus opciones particulares, y con profesionalismo a través de un ejercicio serio y responsable de la función jurisdiccional. Teniendo en cuenta estas directrices, la Comisión de Expertos decidió romper con la tradición descrita y optó por desconcentrar el poder y separar el ejercicio de las potestades jurisdiccionales y no jurisdiccionales, hoy radicadas en la Corte Suprema, distribuyendo las labores de nombramiento de magistrados, control disciplinario, formación académica y administración económica del poder judicial en cuatro organismos independientes de la judicatura. Dos de estos organismos merecen especial mención: la comisión de nombramientos judiciales y la fiscalía judicial.
En concreto, el anteproyecto incorporó una comisión de nombramientos judiciales conformada por miembros que representen al poder ejecutivo, al Senado y a los jueces ordinarios. Esta composición mixta y ajena a los tribunales superiores permitiría un mayor control de poderes externos a la judicatura sobre los nombramientos de magistrados. Por otra parte, el anteproyecto replantea la actual Fiscalía Judicial, independizándola de los tribunales superiores de justicia y le encarga, con dedicación exclusiva, velar por la correcta actuación de los jueces. Este cambio pretende que sea un organismo distinto a los tribunales superior el que investigue y eventualmente sancione el comportamiento de los jueces, sin tener que contar con la anuencia de los superiores del denunciado.
Estas innovaciones del anteproyecto aún no son definitivas. Algunos consejeros del Consejo Constitucional han planteado introducir enmiendas que —si son aprobadas— podrían restaurar la superintendencia de la Corte Suprema. Si así ocurriera se habría desaprovechado la oportunidad de blindar la actuación de los magistrados a través de estas innovaciones, pues la superintendencia del máximo tribunal se ha transformado, con el paso de los años, en la principal amenaza concreta a la independencia e imparcialidad de los jueces.
Refuerza esta lógica la opción de especificar el rango que se atribuirá a los tratados internacionales de derechos humanos, dado que éstos suelen contener amplios principios que, por lo mismo, son susceptibles de múltiples interpretaciones, particularmente en una era signada por el activismo judicial. Es interesante que, desoyendo la sugerencia de la Corte Suprema de otorgar rango supraconstitucional a dichos convenios, las enmiendas que se han presentado al anteproyecto se orientan a darles un rango constitucional o infra constitucional, aunque supralegal, es decir, más respetuoso con el ordenamiento nacional.
La idea que aquí subyace es impedir que los jueces dejen de aplicar normas constitucionales porque consideren que pueden estar en conflicto con otras contenidas en esos tratados internacionales. Complementando esta postura, surgió la innovación de radicar el control de convencionalidad —es decir, la posibilidad de dejar sin efecto normas nacionales por contravenir el derecho internacional de los derechos humanos— exclusivamente en manos de la justicia constitucional.
La suma de estas normas pretende dotar a los magistrados de un contexto que les permita actuar con mayor independencia, tanto respecto de las influencias latentes en su entorno social como de la tutela de sus superiores jerárquicos, esquivando el temor que sobre ellos pudiera proyectar un eventual ejercicio de facultades disciplinarias cuando sus resoluciones se alejen del criterio que promueven sus superiores. Asimismo, pretenden incentivar una mayor objetividad de los jueces en la administración de justicia, atendiendo más a la ley que a principios internacionales que admiten variadas exégesis. Esto es particularmente importante en una época donde la judicatura chilena ha sido seducida por el activismo judicial y, a ratos, ha desatendido su deber de aplicar la ley para fundar sus decisiones en principios generales con el propósito de zanjar un problema de política pública aún no resuelto.