Los acontecimientos que se han desarrollado en nuestro país en el último tiempo, particularmente en el Congreso, dan cuenta de un esfuerzo deliberado de la izquierda por vaciar la actividad política de toda estructura de valores para ahogarla en una seguidilla de conflictos sin más horizonte que su propia radicalización. Este sector ha activado una conflictividad permanente a partir de la negación de lo común: teatralidad, parodias, insustancialidad, populismo, individualismo, ideología, relativismo, fragmentación y simple ramplonería se dan cita en medio de una crisis que, a estas alturas, deja entrever que se requiere algo más que el rediseño formal de los andamiajes institucionales para salir de ella.
Desde mucho antes del 18 de octubre de 2019, en Chile viene tomando fuerza una agenda impulsada por una izquierda radical, ante la parsimonia y complicidad de la otra izquierda, de perseverar en agudizar divisiones, recelar de todo acuerdo e intentar convencernos que todo lo construido en las últimas décadas nos ha llevado a liderar una vergonzosa desigualdad. Esto último aunque los obcecados hechos la desmientan categóricamente. La incitación o justificación oblicua de la violencia y la cancelación de la opinión diferente, amedrentada por las cotidianas “funas”, son una ilustración de los intentos por instalar esta agenda. Alentar a las minorías, cualesquiera que sean y por plausibles demandas que tengan, a que por el solo hecho de serlo les es legítimo usar cualquier método de acción para liberar y satisfacer sus impulsos desenfrenados no cosechará ninguna sociedad posible. Frases como “hay que quemarlo todo” y “rodear la constituyente” son elocuentes y sintomáticas. Es la vieja intolerancia que Jürgen Habermas llamó “fascismo de izquierdas” a propósito del movimiento juvenil de 1968.
En pocos años, esta izquierda radical, que gusta posar de renovada, aunque sus ideas son las ya añejas de Gramsci, Sartre, Althusser, Foucault y Marcuse, releídas al calor de Laclau y Esposito, se ha esforzado por debilitar nuestra institucionalidad y convivencia sin nada más que ofrecer que populismo, relativización de la violencia, confrontación constante, conato refundacional, agitación social, desfiguración del lenguaje hasta lo prosaico y algunas dosis de extravagancia y ridiculez. Todo ello, además, echando mano a la manipulación psicopolítica que impone una carga de vergüenza, arrepentimiento y negación a esa otra izquierda, que se suponía moderada, que nos gobernó la mayor parte del tiempo desde el retorno a la democracia. En concreto, su agenda supone la disolución del sentido unitario de la vida en sociedad y el desprecio a cualquier mínima cercanía conceptual con quienes no considera adversarios políticos sino enemigos, pues su objetivo es destruir los sistemas de creencias vigentes y refundar la sociedad. Esta revitalización del resentimiento y la violencia, con el consiguiente debilitamiento del estado de derecho, no nos deparará una comunidad mejor, porque si la consigna es que “todo vale” ante cualquiera que se oponga, entonces resulta difícil creer que vaya a estimular el surgimiento de un acendrado ánimo de amistad cívica. Ante un paisaje así, el único elemento sobre el cual podría intentar fundarse un nuevo pacto es el respeto a la ley. El problema es que si desde el llamado “estallido social” lo que se validó fue precisamente la irrelevancia de la legalidad y la desobediencia civil, parece difícil creer que vaya a ser el imperio de la ley o del Estado de derecho lo que surja como relato unificador cuando culmine el proceso de redacción de una nueva Constitución.
Ante este escenario, no es de extrañar que el único discurso en que se apoya todo el sistema político actual sea el biomédico, en tanto es capaz de proveer un mínimo de orden, aunque el costo sea reducir el foco de la política a su dimensión meramente material. El desfile para proponer retiros de fondos previsionales y la cultura aséptica donde todos somos vistos como una potencial cama crítica nos llevarán a imaginarios en que el cuerpo será el centro de gravedad de toda discusión: eutanasia, aborto libre, pobreza, enfermedades, consumo, indocumentados, son términos que colmarán las agendas en medio de un clima en que no se avizora mucha responsabilidad, pero sí mucho individualismo y deterioro de la cohesión social.
La desafección entre el Estado, la política y la ciudadanía darán paso a una nueva distancia al interior del tejido social que también afectará a los políticos y a las instituciones públicas. Creer que detrás del desprestigio de la política, y consecuentemente de las instituciones, se levantará una nueva casta virtuosa que, por el solo hecho de ceder a la fiebre por proveer fondos de protección social, recuperará la confianza ciudadana es no entender mucho sobre los gérmenes nihilistas que rondan nuestra sociedad, ni leer bien a las multitudes que anhelan representar. Los mayores responsables, si la política no puede restituir la concordia a nuestra sociedad, serán quienes hoy se niegan a buscar caminos comunes y abogan por medidas irresponsables sin transparentar el empobrecimiento que ellas generarán a futuro y, sobre todo, aquellos que le dicen amén a la violencia, sea por acción u omisión. Dicho de otro modo, aquellos que siguen predicando que la conflictividad y los múltiples y particulares problemas cotidianos de cada chileno se acabarán con una nueva Constitución deberán asumir, en algún momento, las consecuencias de haber enardecido el clima hasta lo indecible, tolerando, cuando no amparando, la violencia que se incubó en tantas noches de efervescencia social. En ese momento, cuando ya sin toque de queda, la calma no llegue a nuestras calles, aunque ya será muy tarde, entenderemos que lo relevante no era pertenecer a nuevas generaciones que se presentan impolutas y renovadoras sino tener una genuina voluntad de entendimiento y disposición a encontrar puntos de encuentro, algunos conceptos mínimos, pero fundamentales, que nos permitan salir de este laberinto, porque en su defecto seguiremos lesionando nuestra convivencia cotidiana.