La famosa frase “Chile cambió” llegó para quedarse, de hecho, ha generado en nuestra clase política una serie de interpretaciones. Al respecto, los partidos se han visto bastante “apurados” por los distintos efectos que ha causado dicha frase, al punto que, transversalmente se han propuesto distintas formas para hacerse cargo de sus implicancias sociales y políticas. Así, las mociones van desde modificar los rostros y la forma de comunicar, como también experimentar el cambio de nombre de la coalición, hasta otros que piensan que al cambiar el país, casi todo debe cambiar, incluso los principios. Lo cierto entonces es que no está muy claro el estatuto del cambio, tal vez por eso es que la política se ha venido desdibujando en su quehacer.
Ahora bien, si de interrogar principios se trata, ¿no correspondería primero preguntarse si estos fueron adecuadamente seleccionados para cumplir plenamente con los desafíos políticos respectivos? Si la respuesta es positiva, ¿no resultaría más correcto entonces cuestionar más bien las estrategias a utilizar para alcanzar los objetivos propuestos en coherencia con dichos principios?
Para poder acercarnos a despejar estas interrogantes, resulta necesario tener claro el rol de los partidos políticos. En ese sentido, el planteamiento de Jaime Guzmán sobre este tema-quien fuera asesinado hace exactamente 23 años- cobra hoy plena vigencia. Para el fundador del gremialismo “los partidos políticos no deben entenderse como entidades que aspiran a alcanzar o detentar el poder como finalidad esencial, sino como instituciones que tienden a influir en la vida pública por la difusión de ciertas ideas.” Las ideas fundamentales sobre las que se pretende influir en la cultura son los principios. De este modo, frente a una sociedad líquida, donde el relativismo ha venido haciéndose un importante espacio de influencia, al menos los partidos de inspiración cristiana tienen el deber de guiar a la ciudadanía sobre bases antropológicas, morales y económicas sólidas y coherentes con la visión trascendente del ser humano. En lugar de pensar en cómo adecuar los principios a los nuevos tiempos, cuestión que ha terminado desdibujando profundamente a la DC, los esfuerzos deben concentrarse en buscar un mensaje que sea atractivo para la ciudadanía con el objeto de convencerla que dichos principios son mejores para la sociedad. Ese es el sentido que Guzmán le atribuía a los partidos políticos.
Nada de esto significa comportarse rígidamente respecto de los cambios sociales que han venido ocurriendo en el país, ni mucho menos intentar frenar la disposición al diálogo y a los acuerdos a los que están llamados a cumplir los actores. El punto es que, es necesario considerar que tanto el pragmatismo como los acuerdos políticos, si bien no se practican para uniformar las diferencias, son necesarios para establecer valores transversales mínimos que den estabilidad a las democracias. Es decir, toda sociedad necesita reconocer valores sustanciales que sean garantes para que la democracia no se convierta en un instrumento formal al servicio de grupos de poder.
En este contexto, si uno observa con detención los posibles escenarios futuros de nuestro país, en virtud de los diferentes debates que se han venido dando, es legítimo pensar que el desacuerdo sobre los contenidos mínimos transversales que dan sustancia a la democracia podría llegar a ser el principal problema de nuestra clase política. Aquella amenaza era precisamente una de las principales preocupaciones de Guzmán. Afrontar con valentía y liderazgo esa amenaza le costó la vida.
Claudio Arqueros
Director Área de Formación FJG
Voces La Tercera, 1 de abril de 2014