Una Constitución, en lo básico, es el estatuto político y jurídico de un país que organiza, distribuye y limita el poder y regula el funcionamiento de sus instituciones (atribuciones y límites), reconociendo y garantizando a todas las personas sus derechos fundamentales. La idea que subyace es contener el poder del Estado y establecer contrapesos en su ejercicio, de manera que todas las personas, iguales en dignidad y derechos, puedan convivir y desarrollarse libre, responsable y pacíficamente.
Considerando lo dicho, en una sociedad libre, respetuosa de los derechos y libertades, una Constitución debería poner a las personas en el centro de la sociedad, posibilitándoles acceder a bienes humanos básicos que permitan su realización integral tanto material como espiritual. Esta definición es central para entender porqué el principio, sujeto y fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona y, en consecuencia, que el Estado está al servicio de ella y no al revés. Este principio constitucional de servicialidad del Estado, básico y sustantivo, permite un mejor resguardo de los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana y proteger las exigencias de justicia derivadas, precisamente, del trato que merece cada persona dada su dignidad.
Como primera derivada, la Constitución de una sociedad libre debe reconocer a la familia como el primer grupo humano en el que se desenvuelven las personas y donde desarrollan relaciones de afectividad, aprendizaje y crecimiento y, en consecuencia, merecedor de una especial protección y estímulo. Una segunda derivada es que hay un deber de servicio y consideración hacia las personas que se traduce en que el Estado debe traspasarles poder en todos los ámbitos de la vida social, reconociendo y apoyando sus iniciativas, en un ambiente regulatorio que les permita definir libremente su proyecto personal y hacerse cargo de sus propias decisiones responsablemente. Esto implica que el Estado debe estimular la iniciativa de las personas y las asociaciones que ellas formen, sean gremios, empresas, juntas de vecinos, sindicatos, etc., para participar en los diferentes ámbitos y dimensiones de la vida social, y favorecer que ellas propongan y provean soluciones tanto a los problemas públicos como privados. Para que esto funcione resulta evidente la necesidad de otorgar protección constitucional a la propiedad privada y alentar la libertad económica. Se trata de una sociedad basada en una ética de la libertad y la responsabilidad.
Ciertamente una sociedad libre -así definida- se contrapone con la ancestral visión socialista de un Estado interventor que procura proveer, de manera excluyente o marcadamente preferente, bienes públicos como la educación, la salud o la seguridad previsional, relegando así la actividad de los particulares al mínimo. En la radicalidad de la disyuntiva sobre inclinarse por una u otro nos jugamos la dignidad, libertad y derechos que toda persona tiene por ser tal. Ni más ni menos.