La insurgencia que se vive desde octubre pasado ha dejado ver los diferentes elementos que alimentan esta crisis. Detenerse a observar las diferentes expresiones simbólicas de las movilizaciones puede ser una forma de aproximarse a dichos elementos. Entre los diferentes simbolismos encontramos el levantamiento del perro «Matapacos» como una figura aglutinadora ―y sintomática―.
La calle lo aplaude, lo incluye en las manifestaciones, lo restaura cuando se ha destruido, y le sonríe cuando lo ven pasar. Se han diseñado pañuelos y calendarios con su imagen, se ha internacionalizado su figura a través de la prensa, y hasta algunos lo replican en sus propias mascotas. «Matapacos» se ha convertido en un signo que refleja un lugar vacío. El vacío que declara es de autoridad y liderazgo, se deroga la conducción y los otros símbolos sobre los cuales hemos construido nuestra historia institucional (héroes, sistema político, valoraciones, etc.). La cultura partidaria se declara extinta y se desprecia todo líder que busque representar a la calle. No puede haber rostro detrás de la insurrección, por eso las capuchas de la primera línea de violencia se identifican con la imagen del perro. Es una expresión nihilista que habla a través de la emoción subjetiva; claro, se valora el acompañamiento de un quiltro, en tanto se muestra equivalente al sujeto pueblo que “se las rasca solo” y que “lucha en la calle”.
Pero «Matapacos» también apunta -y sobre todo viene a justificar- la violencia irracional contra la autoridad policial, lo cual es también sintomático de la opacidad que vivimos. Su imagen icónica simboliza la violencia impune (los perros no se van presos cuando atacan a una persona) de aquellos que buscan socavar nuestros márgenes sociales.
En medio de este ambiente de aparente jolgorio, toda esta “veneración” e identificación oculta un germen de alto riesgo, cual es el avance en el inconsciente colectivo de la naturalización de la violencia y la cancelación del orden público como una especie de derecho “nacido” de esta insurgencia.
De otro lado, igual es posible advertir que ―aun cuando la crisis que atravesamos es política y social (quitar el transporte y supermercados a la población más vulnerable devela un problema en el seno de nuestra sociedad)― parte importante de nuestro sistema político no ha logrado asumir con prestancia el rol protagónico en este drama. La izquierda opositora no se cansa de tensionar la escena con acusaciones constitucionales que buscan amedrentar a las autoridades y relativizan la violencia. Las odas a violentistas se han vuelto tan burdas como cotidianas.
La empatía con la violencia política reflejada en «Matapacos» sólo alimenta el desprestigio del sistema político porque nadie parece darse cuenta que su figura representa ―precisamente― la derogación de su rol. El brote derogante que crece en la calle no apunta sólo contra personas, sino además contra las instituciones y la cultura partidocrática. La calle deambula entre la epifanía y la tragedia. En cualquiera de los dos momentos, es derogante. Por eso, «Matapacos» ha sustituido a Allende, al “Che”, incluso a Palma y a Teillier. Por eso, además, la izquierda ―democrática y la otra―, lejos de ganar algo con su “empatía”, sólo profundizan más la crisis. O lo que es lo mismo, hipotecan (nuevamente) el futuro del país.