Nuestro país ha avanzado en una agenda sostenida de probidad y transparencia en los últimos 15 años. La reforma constitucional de 2005 estableció los principios de probidad y transparencia. En 2009 se aprobó la Ley de Transparencia y en 2010 una nueva reforma constitucional introdujo la obligación para ciertas autoridades de suscribir una declaración de intereses y patrimonio, establecer un fideicomiso ciego o enajenar sus activos. Y en 2014 se dictó la Ley de Lobby y en 2016 la Ley sobre probidad y prevención de conflictos de intereses. A pesar de esta nutrida agenda, en ese mismo lapso, sorpresivamente la desconfianza ciudadana aumentó notoriamente.
Recuperar la credibilidad ciertamente implica avanzar en la construcción de institucionalidad, pero esto no basta. No es casual que durante todo este tiempo nuestro progreso normativo no haya revertido la tendencia hacia la desconfianza. Resulta necesario entonces considerar una segunda dimensión: la ética. Ante la ausencia de nociones comunes y la proliferación de una cultura de constante sospecha, se requiere una ética pública que recomponga nuestros ligámenes sociopolíticos. Las leyes ya no son suficientes. No basta que una acción sea legal para que sea confiable. Incluso a veces prima la percepción de que las leyes son “arregladas” para favorecer privilegios.
Estamos en un ambiente de laxitud que impide establecer criterios de convivencia compartidos. Esta dispersión de sentidos da lugar a prácticas reprobables como la intolerancia y la condena al ostracismo de las opiniones contrarias a las de la mayoría. Si alguien tiene dudas, piense en los muchos significados que la palabra “violencia” tiene en nuestros días o en las “funas” convertidas en métodos válidos para acallar a quien disienta de las opiniones “políticamente correctas”.
En suma, apostar exclusivamente a lo normativo para mejorar la confianza entre sociedad e instituciones no es un derrotero eficaz. La confianza en las instituciones ya no se juega únicamente en el apego a la ley, sino también en la configuración ética de los agentes públicos. Pero antes de eso, para sentirnos convocados en un proyecto de horizontes compartidos, requerimos nociones comunes que, precisamente, nos unan, pues una sociedad requiere fuentes dispensadoras de sentido construidas sobre andamiajes comunes.