Luego de un largo periplo y de una azarosa vida, Ricardo Palma Salamanca ahora vive en Francia y hace poco solicitó unirse a la Sociedad de Escritores de Chile. No es un literato ni un destacado exponente cultural de nuestro país, simplemente es un terrorista que asesinó a Jaime Guzmán y secuestró a Cristián Edwards. En su momento fue detenido, juzgado y condenado, pero se fugó de la Cárcel de Alta Seguridad de Santiago en 1996 y, prófugo desde entonces, su paradero era desconocido hasta que hace unos meses apareció en México vinculado a una banda de secuestradores y luego huyó a Europa. En las últimas semanas hemos visto que, con desenfado, sus familiares y amigos han presionado para que el gobierno francés le conceda asilo político.
Los últimos 22 años de Ricardo Palma Salamanca han transcurrido en completa clandestinidad. Solo se sabe que ha visitado y vivido en diversos países de América Latina y Europa. Es imposible que un fugitivo permanente eluda a la policía internacional sin la ayuda de redes de apoyo que le brinden refugio, documentos y aporte financiero. No seamos ingenuos. Nadie que por largo tiempo escapa de la justicia puede ir cruzando continentes y saltando fronteras en la más absoluta reserva, sin contar con la colaboración de grupos organizados. Ayudan también los que por estos días, aquí y en Francia, realizan manifestaciones de apoyo intentando blanquear sus acciones criminales ante la opinión pública, esforzándose por crear un verdadero mito en torno a su figura como si fuese un perseguido político por su heroica lucha social.
¿Hasta cuándo permitiremos que se burlen del Estado chileno? Es escalofriante ver la actitud normalizadora que algunos sectores de nuestra sociedad le brindan a quienes cometieron un crimen sin precedentes, como es asesinar a un senador en democracia. Lo que los llevó a actuar así no fue solo su odiosidad contra Jaime Guzmán y el reconocimiento de que era el intelectual público de mayor gravitación por esos días, sino también su afán por desestabilizar la naciente democracia que se instalaba en Chile, para forzar una salida violenta y revolucionaria.
El Estado chileno debiera redoblar sus esfuerzos para obtener la extradición de todos los miembros del Frente Patriótico Manuel Rodríguez que participaron como autores materiales e intelectuales en este deleznable asesinato, y que hoy están dispersos en diversas circunstancias en Argentina, Brasil, México, Francia y quizás quién sabe dónde más. Cada uno de ellos debe comparecer ante los tribunales chilenos para ser juzgado o bien para cumplir su condena, pues contrariamente a lo que sus simpatizantes pregonan, en nuestro país rige un Estado de Derecho pleno, que garantiza adecuadamente el debido proceso.
De lo contrario, arriesgamos que la impunidad pase a ser la norma general y la justa sanción una excepción eventual.
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