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Todo partió en San Antonio de los Baños, un pequeño municipio al suroeste de La Habana, en Cuba —sí en la misma—, que siempre parecía otra cosa, como señala Gilberto Aranda, en aquella “isla que proyectaba una imagen de continuidad, de un proceso revolucionario, sin sobresaltos, la que estaba garantizada por la urdimbre político-social y grupos como los Comités de Defensa de la Revolución que solían a actuar como diques de contención ante el menor atisbo de descontento social”.
Esta manifestación se apreciaba incluso en los fenómenos climáticos, una semana antes del “estallido social”, el huracán Elsa atravesó Haití, el centro de Cuba y siguió camino a Florida.
Pero, como siempre, las imágenes de la violencia de la naturaleza eran de otras partes —nunca de Cuba—, solo un comunicado oficial señalaba que la isla había sufrido daños menores, a pesar de que en Estados Unidos se mostraban imágenes de lluvias torrenciales y un mar embravecido.
El dique se rompió, y el agua fluyó con indignación: demandas por comida, por salud, por vacunas, por la pandemia del Covid, y un hartazgo que atravesó a la isla, con imágenes de movilizaciones masivas que resonaban con el grito de “patria y vida”, reconvirtiendo el épico lema de Fidel: “patria y muerte”, que se imponía desde enero de 1959, cuando llegaron los revolucionarios a La Habana… hace más de 60 años.