Por Jorge Jaraquemada
Publicado en Diario Financiero, 30 de mayo de 2023
Desde que Gabriel Boric asumió el gobierno, en marzo de 2022, la crisis de inseguridad en Chile se ha venido descontrolando paulatina, pero persistentemente. Sin duda, no fue su gobierno el punto de partida de esta crisis —sino el intento insurreccional el 18 de octubre alumbrado el 18 de octubre de 2019 y los cotidianos y coordinados actos de violencia que se vivieron desde entonces, con saqueos de supermercados, incendios de iglesias y edificios corporativos, y permanentes barricadas y enfrentamientos con la policía—, pero sí fueron él y sus huestes quienes contribuyeron a depreciar la legitimidad de la que gozaban las fuerzas policiales antes de estos eventos.
Eso lo hicieron exaltando a los denominados «primera línea» como luchadores sociales; señalando, como lo hizo el entonces diputado Boric, que las «barricadas son legítimas expresiones de resistencia»; e intentando desmoralizar a las fuerzas de orden con grafitis ofensivos, tales como ACAB o 1312 (All cops are bastards). Lo que consiguieron fue instalar un clima de irrespeto por las policías del cual rápidamente se hicieron eco los delincuentes comunes y los terroristas que actúan en la Araucanía.
En los últimos quince meses han sido asesinados diez carabineros por delincuentes comunes o terroristas en la macrozona sur. Sucesos absolutamente inéditos en nuestra historia. A ello se suma la radicalización de la violencia urbana, asociada al narcotráfico y al crimen organizado, incluso con presencia de peligrosas bandas internacionales que han extendido sus operaciones a nuestro territorio y que han traído prácticas desusadas, como el asesinato por encargo y el desmembramiento de los cuerpos de sus víctimas. También se suma la violencia rural en el sur del país, donde confluyen el tráfico de madera y de drogas con las reivindicaciones indígenas.
Este escenario ha colocado al Gobierno en una situación precaria y difícil de manejar por varias razones. Primero, porque, ya sea por indolencia o incapacidad, no tiene una estrategia eficaz para enfrentar una crisis compleja; segundo, porque adolece de credibilidad en la ciudadanía debido a su comportamiento en el estallido social —azuzando el enfrentamiento— y a las decisiones de retirar las querellas en contra de quienes delinquieron en esa época e indultar a condenados por delitos violentos; y tercero, por sus mensajes contradictorios, que serpentean entre la propuesta de refundar Carabineros, hasta la arenga presidencial donde señaló que el Gobierno sería un «perro» en la persecución de la delincuencia.
Solo la presión ciudadana, que ha catapultado a la seguridad pública como el principal tema de preocupación, y la inminencia de desafíos electorales llevaron al Ejecutivo a aceptar la aprobación de la ley Naín-Retamal —que protege a los policías al usar la fuerza para repeler un delito— y luego a negociar la tramitación acelerada de tres decenas de proyectos de ley sobre seguridad en el Congreso. Ambas decisiones podrían marcar el inicio de un giro en el posicionamiento del Gobierno frente al uso de la violencia y la legitimidad de las policías para reprimirla.
Si así fuera, la Moneda podría dejar atrás sus complejos en estos temas y avanzar delineando una estrategia que permita contrarrestar, con algún nivel de eficacia, la agudización de la violencia delictual y terrorista que hemos estado sufriendo, aunque para ello el Gobierno habrá tenido que renunciar a sus convicciones más tribales.