Parte de la estructura clásica de los análisis a la gestión de un gobierno está reservada a aquello por lo que será recordado. En apenas pocos meses hemos debido cambiar el objetivo sobre el cual construir aquella opinión, y falta aún tiempo para cerrar cualquier convicción al respecto. Sin embargo -dada la magnitud de los fenómenos que hemos venido enfrentando desde la primavera a este otoño en curso, el contexto en que nos sorprenden, y el impacto que tendrán en nuestra sociedad- me seduce más preguntarme por cuál será el legado de las izquierdas que han sido oposición a esta administración. La forma en que se han comportado hasta ahora basta para emitir una opinión sin tener que esperar el término de este gobierno.
Aun cuando es dable ofrecer variadas ópticas o énfasis para diferenciar al campo de las izquierdas chilenas actuales, para los efectos propuestos para esta columna resulta eficiente distinguir entre aquella que, avergonzada de su pasado concertacionista, se dividió en dos; una resultó absorbida por los nuevos falsos profetas, mientras que la otra (más recatada y fiel a la democracia) perdió su hegemonía y protagonismo. Por otro lado, podemos reconocer precisamente a la izquierda de los nuevos falsos profetas, aquella que ha demostrado hasta el cansancio su displicencia hacia la democracia.
Tanto esta última como aquella que coquetea con ellos han mostrado la hilacha, al menos, desde octubre (pero desde mucho antes ya venían dando muestra de los horizontes que las motivaban, perseverando, por ejemplo, en presentar proyectos inconstitucionales para debilitar el valor de nuestra institucionalidad). Veamos.
Iniciado el “estallido”, aprovecharon la insurgencia violenta para desempolvar su anhelo de nueva Constitución, y lo hicieron primero (imposible olvidar) tratando de acorralar al presidente, declarando que la única vía era la asamblea constituyente. Esa misma izquierda trató después de destituir al primer mandatario y tuvo bajo amenaza a todo ministro que intentara llevar a cabo alguna agenda política. De otro modo, esa oposición viene intentando testarudamente ganar “a la mala” aquello que la ciudadanía les negó por la vía democrática.
Pero lo que más claramente devela el verdadero rostro de aquella siniestra (no se me ocurre mejor sinónimo) es su sensual relación con la violencia política. Desde mucho antes de aquel viernes negro de octubre los vimos apoyando a terroristas prófugos y a antisociales vestidos de overoles blancos, incluso desprestigiaban ante el mundo a nuestro poder judicial. Luego, en plena crisis insurgente, desautorizaban a las fuerzas militares, al gobierno, y a toda conducta civilizada sin importarles cómo se agudizaba el caos. Claro, pues el horizonte que persigue esa izquierda es la clausura de la representación política, y con ello cualquier orden. Sólo así se lee el intento de levantar nuevos focos insurreccionales en medio de la pandemia y los esfuerzos (diseminados en diferentes canales) por desacreditar la labor del gobierno.
Los mismos que hace unos meses nos narraban un Chile decadente, hoy buscan sembrar pánico. Hemos vuelto a escuchar los llamados a la desobediencia civil, y así como antes no les importó el daño que provocó la destrucción de servicios fundamentales, hoy les resulta indiferente propagar el contagio. De cualquier modo, el dispositivo sigue siendo el mismo: manipular emociones. Por eso, no es temerario adelantar que lo único heredable de esta oposición descrita (aparte de algunos ahorros) será su nulo compromiso democrático. Pues, aun cuando ocurriese un milagro y diese un giro en su comportamiento, la socavación que ha provocado a nuestra convivencia permite aseverar que esta es la peor izquierda, al menos desde que retornamos a la democracia.