Una vez más el país ha sido testigo de la violencia política. El hecho es grave porque da cuenta que este método sigue siendo justificado, no solo por quienes lo ejercen sino también por algunos actores y autoridades políticas que dicen representar valores democráticos. Si miramos la historia, podemos observar lo más penoso de este drama: dado que la argumentación que impulsa la violencia está en los fundamentos mismos del pensamiento político de una parte de la izquierda, este fenómeno parece estar lejos de desaparecer. De hecho, hace exactamente 27 años Jaime Guzmán fue asesinado por el FPMR y las justificaciones para evadir la justicia durante todo el tiempo transcurrido o para condenar firmemente dicho crimen aun abundan.
El año 1991, mientras Chile retornaba a la democracia y el país avanzaba en un contexto de acuerdos, donde tanto la centroderecha como la Concertación demostraban su intención de dejar atrás los extremos que polarizaron el país en los 70, había una fracción política dependiente del PC que no estaba dispuesta a aceptar ese nuevo escenario. En efecto, el asesinato de Jaime Guzmán tuvo una doble intencionalidad política: por una parte acallar sus ideas y su liderazgo incuestionable, y por la otra desestabilizar la convivencia democrática que comenzaba a robustecerse precisamente por el predominio de los acuerdos.
Hoy, la realidad política y cultural de nuestro país da cuenta de un pluralismo que demanda nuevos desafíos para nuestra convivencia. El esfuerzo por encontrar los caminos más justos y prósperos es transversal y ha sido sometido a debates que enfrentan cosmovisiones diametralmente contrarias, pero que siempre se han expresado dentro de los márgenes valóricos e institucionales que ha acuñado nuestra democrácia. Sin embargo, al igual que hace tres décadas, podemos observar que siguen existiendo sectores que no están dispuestos a ser parte de esas discusiones y consensos básicos simplemente porque no toleran la diferencia.
Esos sectores, es necesario decirlo, no son democráticos y sus acciones no pueden ser justificadas ni amparadas por autoridad alguna. La convivencia pacífica en la diferencia es, por esencia, la promesa más importante que la actividad política está llamada a cumplir. Dicho compromiso implica asumir definiciones y acciones que condenen sin ninguna ambigüedad ni reserva la violencia política porque, en su defecto, el riesgo es caer en una espiral de la cual es muy difícil salir.
Las críticas al pensamiento de cualquier político, por lejanas que estén de las convicciones propias, deben darse en el plano del razonamiento y el debate de ideas. Cancelar el diálogo para reemplazarlo por la violencia como una herramienta válida no solo es ajeno a las normas del comportamiento democrático, sino que además demuestra la intención de querer estar al margen de la democracia. Para resumirlo en una frase: los asesinos de Jaime así como los violentistas de hoy, no solo odian las ideas contrarias sino que también desprecian la democracia.