Durante los últimos días se ha vuelto a instalar el debate en torno a la eutanasia. El resurgimiento de la intención de avanzar hacia su legalización en nuestro país se sustenta, para quienes la promueven, en la autonomía de las personas para decidir no seguir viviendo en virtud de un estado de deterioro que lo justificaría, y en que el episodio de la muerte requiere un trato digno que hoy estaría ausente. Estas premisas, que en principio pueden parecer atendibles, esconden una perspectiva de la realidad que requiere un debate más profundo.
En la medida que el argumento de la autonomía de la persona ha sido el más recurrente en la discusión sobre este tema, podemos suponer que para quienes promueven la eutanasia la dignidad humana se centraría en el ejercicio de una libertad que se agota en la facultad de elegir, y donde su pérdida implicaría quedar sometido al poder de terceros en un aspecto personalísimo como es la propia vida. Sin embargo, esta posición no considera la vulnerabilidad y la dependencia como circunstancias que también pueden afectar cotidianamente a las personas. Por eso creo que la autonomía necesariamente debe relacionarse con la justicia, que llama a cuidar y acompañar a quienes se encuentran en una situación de vulnerabilidad, en este caso por sufrir una grave enfermedad.
Otra fuente de este debate se encuentra en una característica propia de nuestro tiempo sobre la que hemos reparado poco, cual es un cambio simbólico de la muerte. En una parte de la sociedad avanza una tendencia a ocultar la muerte o a disfrazarla, lo cual supone vaciar el sentido que tradicionalmente tuvo en diversas culturas. En efecto, atrás han quedado los rituales que incorporaban a la muerte como un proceso natural en el ciclo de la vida, para abundar en adornos que pretenden atenuar el sufrimiento que conlleva el fin de una vida y que, en definitiva, evaden una reflexión sobre el sentido que ésta pueda tener. Este vacío ha sido poco tratado porque hasta ahora el paso de la vida a la muerte se ha reducido a una gestión entregada a especialistas y burócratas que se ocupan de ella a partir de protocolos médicos y procedimientos legales.
El riesgo que supone esta visión está en que el enfermo, o cualquiera que pierda su autonomía, podría ser tratado como una carga cuya muerte sea recibida como un alivio para su entorno, pero no porque traiga descanso al enfermo sino porque excusa a sus cercanos de las cargas que éste supone: desgaste emocional, endeudamiento, etc. Enfatizar solo la autonomía terminará por marginar a los más vulnerables.
En este contexto, nuestra posición en este debate es que, antes de seguir avanzando, convendría asumir como inexcusable la pregunta sobre hasta qué punto el llamado derecho a morir que se pide atenta contra la dignidad de la vida.