Por Hernán Larraín F.
La Tercera, 11 de diciembre 2024
La política se debate entre alternativas que procuran interpretar a la ciudadanía, a partir de las grandes corrientes de ideas. Estas oscilan hoy entre dos grandes polos. Simplificando, está la izquierda del espectro, centrada en una mirada colectiva de la sociedad, donde el Estado adquiere un protagonismo central, controla el orden y conduce el desarrollo social en procura de la igualdad y el bienestar de las personas. En su némesis, la derecha tiene como eje a la persona y sus libertades, generando compromisos sociales a través del emprendimiento, organizando el Estado de modo subsidiario y entregándole a éste un rol de garante del orden público.
Ambas posiciones tienen muchos matices según la evolución histórica, la cultura local, la vigencia democrática o los liderazgos personales. La disyuntiva permite múltiples derivaciones, pero que preservan su anclaje original.
La acción política concreta ordena las posiciones en uno y otro ámbito. Mientras más puras y ortodoxas, serán típicamente de izquierda o derecha. En tanto al seguir opciones más flexibles o abiertas, estas posturas se abrirán hacia el centro. Sin embargo, existen elementos que perturban este escenario político, alterando los comportamientos.
Por un lado, la aparición de la ideología generará un cuadro de rigidez en la izquierda. Esta noción -en su acepción actual- deriva de la sociología marxista (La ideología alemana, de Marx y Engels, 1845) y se funda en una cosmovisión que explica el mundo a partir de los modos de producción, configurando una epistemología que se construye desde ese sustrato material, a partir del cual se levanta el edificio social y las relaciones humanas. Es un pensamiento totalizante, pues condiciona al hombre y a su conciencia.
Al frente surge un fenómeno diferente, pero convergente y de consecuencias similares: el integrismo. Originada en posturas del conservadurismo católico (Veulliot, ultramontano del siglo XIX), su visión se opone al absolutismo y a las expresiones liberales, buscando proyectar los principios de la moral de la Iglesia en forma irrestricta en todos los planos de la vida social. Apartarse de la doctrina es abandonar los principios, una traición.
Por cierto, ambas perspectivas han mutado mucho en su fisonomía. Hoy las posturas ideológicas en la izquierda no son exclusivas de marxistas (pocos se reconocen así), ni el integrismo es propio de políticos católicos conservadores (¿quedan ultramontanos?), pero sí de la derecha nacionalista, radical o soberanista.
Ahora bien, estas reflexiones apuntan a descifrar el dilema político nacional, empantanado por la imposibilidad de llegar a acuerdos en temas esenciales. Ello se debe a que en alguna medida estamos atrapados por formas diversas de grupos ideologizados o integristas (religiosos ambos) que, desde distintas atalayas, apuntan en la misma dirección: constituye una renuncia inaceptable llegar a acuerdos que no sean la expresión plena de mi pensamiento. Mientras estas posturas graviten, será difícil avanzar en acuerdos políticos, económicos e institucionales razonables y aceptables para el bien común: vencerá la intransigencia.