Más allá de la indignación que le merezca a la defensa de Galvarino Apablaza la decisión de la Comisión Nacional para los Refugiados (CONARE) de Argentina de privarlo del carácter de refugiado político, conviene detenerse en un punto relevante. Cuando el año 2010 Argentina otorgó la extradición de Apablaza, éste aún no tenía el estatus de refugiado. La autoridad administrativa argentina se lo concedió dos semanas después que la Corte Suprema de ese país había otorgado su extradición a Chile para ser enjuiciado por el homicidio del senador Jaime Guzmán. Esta decisión administrativa tuvo el nefasto mérito de impedir que se cumpliera la decisión jurisdiccional del máximo tribunal argentino. No es efectivo que la concesión administrativa de refugio haya tenido el efecto de terminar con el proceso de extradición, simplemente porque ésta ya se había otorgado por la autoridad judicial competente.
La Ley 26.165, sobre Reconocimiento y Protección al Refugiado, permite que la autoridad competente argentina cancele una decisión de refugio si se dan los puestos que esa misma norma exige. Y eso es lo que acaba de ocurrir: se acaba de modificar la calificación de refugiado que por tantos años lo benefició. Y, como toda persona acusada de cometer un delito en Chile, Apablaza tendrá que comparecer ante nuestros tribunales, donde tendrá derecho a defensa y a un juicio justo seguido ante jueces independientes e imparciales. Ninguna indignación fingida puede alterar este hecho. Cesada por resolución firme la protección que por años le dio el gobierno argentino, a través de CONARE, a quien dijo ser refugiado sin serlo, se acercan los tiempos para que sea la justicia chilena quien intervenga en este crimen que no sólo terminó con la vida de uno de los mejores políticos de la transición, sino que puso en serio riesgo la recién restituida institucionalidad democrática nacional.