Por Jorge Jaraquemada
Publicado en CNN Chile, 1 de abril de 2023
El 1 de abril se cumplen 32 años del vil asesinato de Jaime Guzmán, cometido en los albores de la recuperación de la democracia por un comando terrorista. Desde su muerte, durante el ciclo de la llamada “democracia de los acuerdos”, se sucedieron múltiples reformas a la Constitución de 1980 que Jaime colaboró protagónicamente a redactar. Pero incluso luego de habernos librado del nefasto proyecto refundacional de la fenecida Convención, seguimos recurriendo a Guzmán en el segundo proceso de sustitución constitucional.
Su relevancia histórica se puede apreciar desde diferentes dimensiones. Por ejemplo, su don para sintetizar teorías y concretar robustos proyectos, como también en vivir de acuerdo con sus ideas. Fue un maestro en el más noble sentido del término. Fundó, fue mentor y sigue siendo referente de uno de los movimientos universitarios más importantes de nuestra historia nacional –el Movimiento Gremial–, y creó uno de los partidos claves para el éxito de nuestra transición –la UDI–, que compitió bajo las mismas condiciones que el resto para llegar a ser uno de los partidos más grandes del país.
Su figura trasciende, además, por otras dos cuestiones muy importantes. Primero, es sabido que tuvo un rol clave en el gobierno militar. Dicho rol fue convencer a la Junta Militar de proponer al país un itinerario para volver a la democracia y generar las condiciones jurídicas y políticas para que dicho compromiso se cumpliera; como efectivamente se hizo. Segundo, el texto constitucional de 1980 fue mucho más que un mecanismo para retornar a la democracia. Su arquitectura es excepcional y Jaime fue, otra vez, uno de los protagonistas clave. Sus aportes académicos y políticos a la institucionalidad que aún nos rige han quedado inscritos en nuestra tradición constitucional y a pesar de las copiosas modificaciones sufridas por su texto, su noción de persona, sociedad y Estado aún están plasmadas –jurídica y políticamente– en él.
Después de 42 años de entrar en vigencia, Chile nuevamente discute su Constitución, lo cual implica volver a mirar el proyecto humano y político de Jaime Guzmán que será analizado desde diferentes –e incluso irreconciliables– perspectivas. Para unos, ni el rechazo al proyecto refundacional de la Convención es suficiente para dejar de obcecarse con su figura e ideas, incluso hasta llegar a la violencia en incontables oportunidades. Para otros, la obra gruesa de la Constitución que contribuyó a redactar opera como un medio de alto valor que dotó de estabilidad y progreso a nuestro país, cuando el retorno a la democracia ponía a prueba la nueva institucionalidad y al sistema político que incluía en su ordenamiento.
La persona y su dignidad, desde antes de nacer, se constituyó como preocupación central de la Carta Magna de 1980, explicitando la supremacía de las personas a través del compromiso del Estado de estar a su servicio y del amplio índice de derechos que les reconoce. Dicho horizonte requería que el andamiaje fuera lo suficientemente sólido jurídicamente como para dejar un amplio espacio a la sociedad civil y un claro rol de impulsor, regulador y fiscalizador en diferentes actividades al Estado, que contribuirían al desarrollo humano espiritual y material y, por ende, al bien común.
Para Jaime, esto implica que el Estado tiene un rol ético social cuyo objetivo es el auxilio oportuno y eficaz, pero sin que esto signifique atropellar la libertad de las personas ni el rol social de las instituciones intermedias. A la vez, tampoco se trata para él de un problema de cantidad de Estado, sino del horizonte que persigue, a saber, actuar subsidiariamente. No hay rigidez en el tamaño del Estado, lo relevante es el momento y los motivos por los cuales pretende ampliarse.
En materia de educación escolar, el Estado se hizo presente subsidiariamente, estimulando la creación de comunidades educativas y ayudando a que millones de personas tuvieran acceso efectivo, por primera vez en la historia de sus familias, a la educación secundaria y superior. Durante la pandemia también pudimos apreciar ese rostro activo de la subsidiariedad, tomando el Estado el control unificado del sistema de salud, lo que permitió salvar miles de vidas. De esto se trata cuando se afirma que el Estado está “al servicio de la persona humana” (artículo 1° inciso 4° de la Constitución actual). Es decir, actúa cuando y cuanto sea necesario, pero siempre teniendo como norte no anular ni cooptar a los cuerpos intermedios ni a las personas. Esto justifica el derecho preferente de los padres a educar a sus hijos y que el Estado se obligue a proteger y a respetar ese derecho.
Las virtudes de esta Constitución se revelan incluso en el actual proceso de reemplazo. Estuvieron presentes en el debate durante el primer proceso y ciertamente lo estarán en este segundo intento. Y es que si bien las razones para que el proyecto de la Convención se rechazara tan rotundamente pueden haber tenido diversas motivaciones, cuesta no reconocer que una de las principales fue la extendida preocupación por la noción estatista e intrusiva que atravesaba aquel texto. Chile mismo era declarado –inéditamente, como ha señalado el profesor Carlos Frontaura– como Estado.
Las múltiples referencias y exposiciones académicas que en la comisión de expertos se han dado en torno al principio de subsidiariedad apuntan hacia el camino correcto que debiera distinguir este nuevo proceso. Sin embargo, aún quedan desafíos por sortear. Se deberá poner a prueba la estabilización de este principio que ha sido ampliamente interpretado y también bastante tergiversado. Concentrará el debate con los diferentes proyectos de izquierda que están representados en la Comisión de Expertos y luego estarán en el Consejo Constitucional. Su compatibilidad con el Estado social y democrático de derechos será probablemente el eje medular.
Sin saber aún como terminará este proceso, podemos constatar dos cosas. Primero, la ciudadanía ya rechazó –y sería lógico que volviera a rechazar– una mala propuesta por maximalista, refundacional o ajena al sentido común de los chilenos. Y, segundo, la identidad inscrita en el andamiaje de la carta vigente, por sus excepcionales virtudes y de la cual Jaime Guzmán fue gran impulsor y uno de sus redactores, tiene un espacio asegurado en nuestra historia constitucional.