Por Jaime Guzmán E.
Publicado en La Tercera, 19 de noviembre de 1989
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El fin de semana pasado el corazón de todos los hombres y mujeres libres del mundo se estremeció de júbilo. Confieso que mi alegría se mezcló con esa emoción que anuda la garganta. Había caído el Muro de Berlín.
Aquel era el símbolo más tangible del fracaso constante del comunismo dondequiera que un país se ha visto sometido al régimen totalitario marxista.
El mismo pueblo alemán, con idéntica cultura, fue dividido en dos sistemas –y en dos Estados– como consecuencia de la última guerra mundial.
Ahora bien, mientras la economía social de mercado hizo de Alemania Occidental una nación próspera y vigorosa, el colectivismo socialista redujo a Alemania Oriental a una realidad gris y sin horizontes. Peor aun, que las insuficiencias materiales los alemanes subyugados por el comunismo perdieron su libertad bajo uno de los regímenes más opresivos de la historia humana.
Ello impulsó el éxodo de miles y miles de alemanes hacia el Occidente. Pero en una mañana de 1961 el comunismo sorprendió al mundo en su ilimitada brutalidad, iniciando la erección de un muro que impediría a los habitantes de Berlín Oriental emigrar rumbo a la libertad.
Guardias que disparaban a matar, perros amaestrados especialmente, alambradas y dispositivos electrónicos automáticos y mortales fueron reforzando ese muro de la vergüenza para tornarlo cada vez más impenetrable.
Pero la sed incontenible de libertad hizo que millares de personas procuraran franquearlo. Algunos lo lograron heroicamente. Otros inmolaron su vida en ese desesperado intento.
Por eso la caída del Muro de Berlín remeció tan fuertemente los sentimientos de quienes hemos combatido siempre al comunismo, en defensa de la libertad y la dignidad del hombre.
El marxismo está herido de muerte. Su doctrina totalitaria y atea ha quedado desnudada además como retrógrada. Su práctica socialista sólo puede exhibir opresión y fracaso. El imperio soviético, que aun la utiliza como pretexto para sobrevivir, hoy se desmorona vertiginosamente.
Los hombres y mujeres libres del mundo celebramos así la mayor victoria de nuestros ideales en este siglo.
Entre tanto, la actitud de los máximos líderes del marxismo chileno –comunistas y socialistas– suscita una mezcla de pena y desprecio. La desvergüenza de un Teitelboim y un Almeyda , que ahora “celebran” la caída del mismo muro que –¡el mes pasado!– ambos continuaban defendiendo, retrata su alma de esclavos y su papel de títeres frente a sus amos foráneos.