La Convención que no fue

Por Jorge Jaraquemada

Publicado en CNN Chile, 28 de febrero de 2022

 

Corría 2019 y Chile se preparaba para recibir a los presidentes de las naciones más desarrolladas del planeta para discutir sobre cambio climático (COP 25) y cooperación económica (APEC). Ambos foros debieron suspenderse por el estallido violento que amenazó a nuestro país. A nivel local, la ciudad perdió el centro histórico, varias estaciones de su Metro, una plaza que cambió con ayuda de la prensa su nombre y su sentido histórico. También se suspendieron la Teletón y la Copa Libertadores. Pero el 15 de noviembre del mismo año, el sistema político -excepto el Partido Comunista y gran parte del Frente Amplio (Boric asistió solo a la firma)- nos prometieron, bajo la amenaza de que la violencia causaría desbordes económicos y sociales irreversibles, un pacto para dar salida a la conflictividad y anomia instalada en el país. La nueva Constitución sería el camino para la unidad y reconciliación de un Chile desigual, nos decían muy convencidos.

A dos años de la promesa política por la paz y la casa de todos, aún no tenemos nada de eso (aunque al menos volvió el fútbol y la Teletón). Lo que tenemos hoy es, de un lado, un Congreso que intentó una decena de veces destituir ministros y dos veces al Presidente de la República, y que se dedicó a cogobernar aprobando normas de manera inconstitucional a vista y paciencia incluso del Tribunal Constitucional. De otro lado, la Convención fue diseñada casi a la medida de grupos que, en lugar de trabajar por el bien común, impulsan sus anhelos más íntimos (caso aparte es Rojas Vade, claro). El desafortunado diseño, producto de un Congreso tensionado por la calle y un gobierno que perdía el rumbo, generó un traje que ha favorecido a los grupos más radicales. Además, la división al interior de la derecha entre quienes aprobaron y rechazaron el plebiscito por la nueva Constitución contribuyó fuertemente a posibilitar este escenario.

Así las cosas, a cinco meses de que se cumpla el plazo que la institucionalidad le otorgó a la Convención, la conflictividad política en nuestro país está lejos de desaparecer y el sueño iluso de aquellos que nos prometían una “casa de todos”, construida por gente lejana a las “elites abusadoras”, no ha llegado ni parece que llegará.

Ninguna campaña de desprestigio supera aquella que proviene desde el interior de la misma Convención, pues de todas las normas aprobadas, no se avizora ninguna que sea mejor a cualquiera que hoy tiene nuestra Constitución vigente y menos aún que dé señales para detener la conflictividad que nos circunvala. Juzgue usted: ya se aprobó que seamos un Estado plurinacional (tal como Bolivia), que tengamos regiones y comunas autónomas, así como también autonomía indígena. Estos territorios gozarán de autonomía política y financiera, lo que tendrá efectos económicos y sociales, aunque aún no sabemos cuánto nos costará dicha autonomía. Pero además los pueblos originarios afectarán la economía en la medida que podrán decidir sobre temas ligados a la inversión y el desarrollo de sus territorios. Cada región tendrá, además de un gobierno regional (tal como existe hoy), una asamblea legislativa regional y también un consejo regional. Por si fuera poco, cada región tendrá un estatuto propio que la regirá, es decir, una especie de Carta Magna doméstica.

Por otro lado, la Convención, lejos de descomprimir las desigualdades (razón que la funda), las está profundizando. Los tribunales deberán decidir en virtud de enfoque de género, es decir, hombres y mujeres serán juzgados con una vara distinta. La labor jurisdiccional quedará definida ahora en virtud de los principios de plurinacionalidad, esto implica que el mundo indígena tendrá leyes propias de acuerdo a sus costumbres. En simple, un chileno y un indígena no serán juzgados por la misma vara. El indígena tendrá privilegios. La igualdad ante la ley y la igualdad política, fundamentales para toda Democracia, comienzan así a esfumarse.

Otro objetivo de la izquierda radical que hegemoniza la Convención es eliminar los contrapesos institucionales. Sólo así se entiende la eliminación del Senado, la reducción del Poder Judicial a un servicio que quedará sometido al control político y la aprobación de un sistema político unicameral con escaños reservados. Por si fuera poco, deja a todo presidente reducido en sus facultades, sin poder vetar o disolver el Congreso, como ocurre en otras democracias unicamerales. En la misma dirección debe leerse el que se haya propuesto que el Estado sea quien deba velar por el pluralismo e imparcialidad, lesionando así la libertad y el escrutinio que ejerce la prensa sobre el poder político. Resulta al menos curioso que ni la prensa ni el Colegio de Periodistas reaccionen aún respecto de los avances que están riesgosamente ocurriendo en la Convención. Por estos días su atención se concentra en las mascotas, hobbies y gustos gastronómicos del presidente electo.

Si todo sigue como indican las deplorables señales que envía la Convención, tendremos una Constitución que probablemente no se aprobará, pero en caso que sí lo fuera, únicamente extenderá nuestro ciclo de conflictividad y posteriormente será tan intervenida como desacreditada. Cualquiera sea el caso, todo este proceso será un fracaso y, por lo tanto, el horizonte que la clase política nos planteó deberá ser asumido por aquellos que lo impulsaron. La vuelta que nos daremos será larga y el costo para el país enorme. Y no digan que no fue advertido.