Por Jorge Jaraquemada
Publicado en CNN Chile, 29 de junio de 2023
El 2011 fue un año difícil para la política chilena. El orden institucional en que la transición nos acostumbró a resolver los conflictos y malestares —y vaya que la ex Concertación supo administrar malestares— fue puesto en tela de juicio y cuestionado en forma y fondo. Prácticamente, todos los sectores políticos se sintieron interpelados por una nueva elite dotada de un relato que transmitía juventud y pulcritud moral.
Mientras tanto, la izquierda que se adjudicó el triunfo del NO en el plebiscito de 1988 sufrió un ataque de amnesia respecto de sus propios logros y vio esfumarse su autoestima política hasta desprenderse casi por completo de lo que fuera su guión de valorar los acuerdos. Ese relato ya no era suficiente para la nueva generación de líderes del entonces movimiento estudiantil. Para ellos privilegiar los acuerdos siempre fue un engaño, una “cocina” a la que solo accedían unos pocos. Ellos instalaron un nuevo relato: El Chile de los abusos, donde unos callaban mientras otros se repartían privilegios. Sobre este relato se levantaron consignas a diestra y siniestra: Que nuestros carabineros eran malas personas, que los colegios subvencionados reproducían desigualdad, etc. El terreno ya estaba abonado cuando vino el estallido de octubre de 2019 y se instaló la impunidad para la violencia callejera, porque algunos impulsaron este discurso y otros no fueron capaces de enfrentarlo. Plaza Italia hoy, irónicamente, nos recuerda lo peor de esa época: Un Chile sin héroes.
En 2020, con estas nuevas fuerzas dominando el espectro político, habíamos entrado en un nuevo ciclo inaugurado por el momento de gloria de esta nueva izquierda, joven y moralista. Los análisis, reportajes y notas dominicales nos invitaban a concentrarnos en su forma de comunicarse, cargada de símbolos. Ellos prometían esperanza y cambio, pero sobre todo genuina probidad. Una vez electo Boric, a fines de 2021, la fijación por los símbolos de una prensa obsecuente devino en cotidianeidad y distorsión. Cada aparición en escena se analizaba en cuadros, como una película de Tarantino. Un almuerzo de “carrito”, cargado de colesterol, era una noticia que podía comentarse por días y convertirse en ejemplo virtuoso. El barrio donde viviría el joven presidente era considerado digno de análisis para descifrar su personalidad cultural, sus lecturas preferidas e inspiraciones políticas. Cualquier señal desde un balcón, por mínima que fuera, parecía más relevante que el precio del dólar que se había elevado con su triunfo electoral.
A poco más de dos años que esta nueva izquierda se instalara en La Moneda, es ineludible una evaluación crítica de la fantástica representación que se nos ofrecía de Boric y del Frente Amplio, porque esa percepción que trató de imponerse fue indolente con la realidad que veníamos experimentando desde incluso antes de 2019. El presidente y sus amigos no eran ni inmaculados ni mejores políticos. No nos han salvado de nada, ni nos han sacado de ninguna de las crisis que arrastramos. Por el contrario, si no fuese por la contundente reacción ciudadana del 4 de septiembre pasado —que este Gobierno aún cuestiona— el país habría quedado atrapado en el delirio refundacional que inspira al oficialismo.
Nos trataron de vender esperanza, pero ella se acabó cuando el gobierno se convirtió en realidad. Error tras error, soberbia tras soberbia, negligencia tras negligencia, Boric quedó atrapado en el cuadro de hiperrealidad que creó sobre sí mismo, porque desde que asumió los porfiados hechos han chocado con ese constructo imposible, no solo por su inexperiencia e impericia, sino porque su discurso fue irresponsable.
En breve tiempo nos enteramos de las funestas consecuencias, de privar a los niños de asistir a sus colegios durante la pandemia; de la improvisación con que se actuó frente a los previsibles virus invernales; de la molicie en prepararse para enfrentar las inundaciones que suelen seguir a los temporales; del aprovechamiento de los recursos fiscales para financiar fundaciones de correligionarios, amigos, y vaya uno a saber qué más. Sin embargo, no hay responsabilidades políticas, peor aún, la intención parece ser deslindarlas en funcionarios de mediana jerarquía.
Si la representación simbólica medular del relato que se esforzó en transmitir el Frente Amplio se sostenía sobre la superioridad moral, entonces al caer el velo, su fracaso es político. Por ende, la responsabilidad debe asumirse desde quienes lideran, pues son ellos, aun desde la ignorancia de los hechos, quienes fundaron el proyecto que hoy se desarma. Sí, porque la desmitificación del relato no solamente es conceptual —hicieron lo que prometieron no hacer— sino también de magnitud, por la extensión del modus operandi y los montos involucrados. Por esto mismo es que resulta delirante y sospechoso el intento por oficializar desde el Gobierno lo que significa el término desinformación en una comisión integrada por quienes han manipulado los más variados símbolos y virtudes de la democracia, incluida la probidad.
Lamentablemente, para la política, aunque el presidente y el gobierno entero se empeñen, no habrá vuelta atrás en la pérdida de confianza ciudadana en el discurso moral que le dio sentido a su coalición. Ya no simbolizan ni pureza ni superioridad alguna. Su narrativa dejó de ser creíble. Se han estrellado de sopetón con una de las peores realidades.