Los primeros meses del gobierno de Chile Vamos han sido positivos. El presidente goza de amplia aprobación ciudadana y la economía está repuntando. Las estrategias para abordar tanto las diferencias al interior del oficialismo como demandas coyunturales que han surgido con inédita fuerza, como la feminista en las universidades, han permitido al Ejecutivo, hasta ahora, mantener un cierto control de la agenda. Este buen comienzo, no obstante, también da cuenta de una realidad que debe ser mirada con atención: la izquierda, considerando las distintas expresiones que en ella existen, está fracturada o al menos dispersa.
La Nueva Mayoría, si bien se niega a declararse extinta enfocándose en la defensa mediática de un supuesto legado de la expresidenta Bachelet, no consigue revivir. Mientras que las diferencias en el Frente Amplio dejan ver que, hasta aquí, sus intenciones de ser el nuevo referente de izquierda todavía son sólo un anhelo, tanto porque adolecen de un discurso político unitario como porque no han logrado superar la consistencia que sí tuvo la Concertación. Así también, el ingreso de nuevos actores de estas izquierdas a la escena política no ha contribuido a elevar la discusión, al menos a nivel parlamentario.
De este modo, el gobierno ha logrado acuerdos con diferentes sectores y que éstos respondan con una plasticidad que reconoce que enfrentan la dispersión más profunda de la izquierda en los últimos treinta años. Tanto la izquierda amnésica del país que se construyó en la década de los 90, como aquella que surge para socavar nuestra modernización capitalista, dejan un espacio en que el oficialismo se erige como símbolo de sensatez. Esta ha sido la principal ventaja del gobierno y no hay señales de que la oposición vaya a reaccionar, al menos con prontitud.
Este escenario, que en principio es favorable al oficialismo, también supone riesgos. En un contexto donde los partidos han perdido el monopolio de la representatividad ciudadana y los bloques se aglutinan en torno a causas más que a modelos de sociedad, se requiere de actores y acuerdos que renueven la capacidad de garantizar gobernabilidad en momentos de fragmentación como éste.
El reordenamiento de una izquierda que cuente con liderazgos capaces de generar equilibrios es tan necesario como sano para nuestra democracia. El riesgo sería agotar los espacios de consenso para dar paso luego a un entrevero político donde la ausencia de liderazgos abra litigios en que la disputa por el poder deje ver la ausencia de horizontes comunes y la dirección del país se vuelva errática. Y ojo que, en algunos lugares de Europa, este fenómeno ya es una realidad.