Por Jorge Jaraquemada
La reciente activación política de Michelle Bachelet es síntoma de una coalición de izquierda en el gobierno que no logró avanzar en sus afanes hegemónicos. Su proyecto se plasmó en la primera propuesta constitucional ampliamente rechazada y desde entonces sólo ha administrado su derrota, de modo que el carisma y popularidad de la ex Mandataria son la oportunidad de dejar -si bien no un legado- al menos una posta. Conforme dicta la vieja consigna: se retrocede para luego avanzar. Sin embargo, también presenta desafíos. Si ella persevera en su candidatura, tendrá que dar respuestas.
Su segundo gobierno marcó el fin de la Concertación y de su ethos. Los consensos se esfumaron principalmente porque el proyecto país se escindió durante su administración. Después de años de un socialismo renovado liderado por el ex Presidente Lagos, Bachelet generó una inflexión hacia la izquierda. Su gobierno, en cada uno de los proyectos que impulsó, aspiraba a la hegemonía. Ella dio impulso al largo y funesto retorno a la polarización que hemos padecido y que, incipientemente, comenzó el 2011 con una élite naciente que por entonces se auto ubicaba a la izquierda del PC.
Si volvemos la mirada al nudo medular que cruzó los dos procesos constitucionales, a saber, el rol del Estado, es insoslayable que fue durante su segundo gobierno que la pregunta de cómo superar los problemas del país se reemplazó por quién debía hacerlo. La respuesta: mayor participación del Estado. Con total convicción, pero también como señal a la nueva izquierda que surgía, que hoy gobierna y que sutilmente Bachelet ha amadrinado. Los resultados han sido desastrosos.
Su reforma tributaria, encargada al ex ministro Arenas, fue nefasta al punto que posteriormente hemos transitado a reformar esas reformas. Durante su segundo mandato el liderazgo económico de nuestro país se desplomó por una caída estrepitosa de la inversión y por un crecimiento promedio que no alcanzó el 2%, sumiéndonos en un persistente letargo.
Su reforma educacional, recordada por su consigna anti lucro, ha sido el rotundo fracaso de un Estado ineficaz, controlador e ideológico que, además de reconocerse contrario a los proyectos subvencionados, tiene a la educación pública sumida en una acerba crisis de gestión, calidad y convivencia.
Su abierta intervención en materia migratoria -recordemos los aviones charter que llegaban a media noche de aerolíneas constituidas especialmente para eso- fue el inicio de un barranco de irregularidades que abrió la puerta incluso al crimen organizado.
Su reforma al sistema político provocó la polarización del sistema de partidos y es clave para entender el daño y fraccionamiento que ha generado en el Congreso, donde se han multiplicado los partidos con representación parlamentaria y es creciente la radicalización de las posiciones políticas y el surgimiento de independientes que se desgajan de esos partidos porque cuentan con poder para extorsionar el sistema de adopción de decisiones.
Finalmente, el fraude electoral de Nicolás Maduro en Venezuela y el impacto migratorio que han provocado su crueldad y necedad, es de lo más importante sobre lo cual debiera pronunciarse clara y oportunamente una figura de la relevancia y trayectoria de Michele Bachelet.
Así como al gobierno -por tener en su núcleo más influyente acérrimos seguidores de Maduro, incluso dispuestos a contradecir al Presidente- es legítimo plantearle que exija a sus aliados que definan cuál es su real compromiso con la democracia, aun a costa de un eventual detrimento electoral por la división interna de la coalición gobernante; el reto actual de la ex Presidenta es transparentar si su liderazgo se diferencia en algo de esa izquierda latinoamericana que hasta ahora se ha enredado en contradicciones y silencios ante la desembozada y narcisista dictadura venezolana.