El primer y fundamental vínculo que desarrollamos desde la fecundación en adelante es con nuestra madre, quien nos protege por nueve meses en su vientre y, luego de nacer, lo sigue haciendo por lo menos dos décadas. Sin embargo, es dable observar en los tiempos que corren algunas amenazas a la maternidad.
Los réditos de la maternidad orbitan categorías espirituales, transitando desde lo emocional a la moralidad, como es cumplir con el deber de educar y formar en virtudes, compasión, solidaridad, etc. No obstante, desde hace ya tiempo se viene tratando de imponer, a ratos en forma agresiva, un discurso que pretende dejar a la maternidad como una condicionante negativa que sólo obstaculiza cualquier otra vocación que la mujer quisiera desarrollar. A raíz de esta tendencia, seductora muchas veces, las tasas de natalidad han descendido alarmantemente, a la vez que el aborto sin causales aparece como una opción a demandar.
En la era de la sociedad líquida, la instantaneidad a veces nubla algunas categorías humanas, como el valor de la maternidad, abriendo paso a un individualismo que avanza dando la espalda a la sociedad y a sus instituciones fundamentales. Si a esto sumamos el avance de demandas postmateriales, la crisis de los meta-relatos y los miedos de ciudadanos a ratos carentes de fuentes dispensadoras de sentido trascendente, entonces lo que se nos aparece es un individualismo -ahora nihilista- que debiese preocuparnos a todos. Y, más aun, cuando logran penetrar las categorías de-construccionistas sobre cómo concebir la vida familiar, y en particular la maternidad, aflora con fuerza una grave crisis de la base fundamental de occidente: la familia y -en particular- el rol de madre.
Las diferentes tendencias políticas que atacan los cimientos de la sociedad occidental al final denostan nuestras tradiciones y subestiman el impacto que pueden generar. Shulamith Firestone, feminista de los 70’, señalaba en La dialéctica del sexo (1970) que no es la represión económica hacia la mujer lo que la mantiene en opresión, sino más bien es su función reproductora, llegando a proponer que se debería expropiar su posibilidad de reproducción, motivo por el cual aboga por el aborto libre como opción legítima. Como sociedad, y ojalá también las instituciones públicas, deberíamos reparar en reflexionar y ponderar que en este proceso de intentar devaluar –e incluso- anular la maternidad, se daña el valor de la vida misma, como también el de la humanidad. Detrás de este afán del superhombrenietzcheneano, que para estos efectos sería la súpermujer, se asoman atisbos propiamente nihilistas que debiésemos revisar con sospecha y detención. Claro, no es neutral que las mujeres podamos ser todo, pero madres no.
Viktor Frankl, en su célebre El hombre en busca de sentido, nos enseñaba que “mediante su amor, la persona que ama posibilita al amado a que manifieste sus potencias. Al hacerle consciente de lo que puede ser y de lo que puede llegar a ser, logra que esas potencias se conviertan en realidad”. A todas las que han sido madres y a las que anhelan serlo, sí tienen motivos para celebrar.