Con la intención de apelar al sentido común y moderación de un electorado abrumado con la ideologización instalada por este gobierno, el presidente electo Sebastián Piñera durante su campaña ofreció –de resultar ganador- liderar una segunda transición en nuestro país. El objetivo era buscar acuerdos transversales para llevar a Chile al desarrollo. Aquello, no obstante, supone al menos dos cosas que hoy por hoy escasean: disposición a los consensos (como valor sustancial de la política), y compartir un modelo de sociedad. Sin embargo, este mismo escenario pesimista podría dar paso antes a otra transición, una que tiene que ver con cambios en los modos en que se expresa la política en sus diferentes dimensiones. Ese desafío –esa transición- es a la que está llamado a conducir el gobierno de Sebastián Piñera.
Una política de acuerdos nacionales responde a imaginarios políticos, sociales, subjetividades, y condiciones materiales de los 90’. Aquel Chile quedó atrás, el país se fragmentó políticamente, los partidos están crisis, y no contamos con una teoría compartida de la gobernabilidad. Esto se expresa en un constante déficit de acuerdos programáticos a nivel de bloques políticos, así como también de compromiso ciudadano con los clivajes clásicos y con la importancia de participar, producto de una desconfianza estructural y de la profundización de la brecha entre representantes y representados. Tanto las nuevas demandas como la politización heterogénea marcan este nuevo momento.
Asistimos a un período de politización abierta que se potencia por una polis líquida que se hace a ratos indescifrable a todos los análisis, y por ende, ajena a los relatos de nuestro proceso de modernización. Cuesta encontrar sujetos políticos con identidades políticas claras y estables, por el contrario, el ciudadano constituido en la pura contingencia y malestar es el que parece estar irrumpiendo. Del mismo modo, se abre un escenario movedizo en los bloques políticos que, si bien no romperán con los clivajes clásicos (en el mediano plazo al menos), sí seguirán erosionando la homogeneidad que diferenciaba a cada uno. Aquello ya ocurre a nivel de electorado; difícilmente puede seguir leyéndose como alguien clásicamente de centro a aquel elector que habiendo apostado por Piñera en segunda vuelta, puede al mismo tiempo marchar junto al movimiento No + AFP. Se vienen tiempos cada vez de mayor hibridez.
Los actores, y el gobierno que viene por supuesto, tendrán como desafío medular comprender las nuevas formas de asociatividad y de expresión política que los ciudadanos están instaurando. Hay que mirar y buscar la forma de relacionarse con la topografía líquida e insustancial de una sociedad que se resiste a las lógicas modernas con que ha operado la política hasta hoy. Señalar, como se ha hecho desde el equipo cercano a Piñera, que “es el momento del Word y no del Excel”, es una señal correcta de que el ciclo político actual es distinto, difuso y mucho más desafiante que aquel que tocó en el período anterior.
El próximo gobierno tendrá como tarea guiar la fragmentación y la licuefacción que abundan en la sociedad y en las instituciones políticas. Se requiere una teoría sobre la sociedad. Aquel trabajo, no obstante, supera las capacidades de las encuestas semanales. Lograr lidiar exitosamente con este Chile aun difuso es el gran desafío, por cuanto implica no sólo liderazgo, sino además asumir nuevos ropajes políticos que sean contemporáneos pero que a la vez no desdibujen a la política. En eso consistirá la nueva transición.