A estas alturas los análisis del cambio de gabinete abundan, no podría ser de otro modo. No es la intención de esta columna ahondar en las motivaciones, intrigas o efectos que finalmente circunvalan la decisión tomada el martes en Palacio. Lo que interesa más bien es incluir esta trama epidérmica como parte de un estadio mayor, al cual no se puede dejar de indexar. El momento que pasamos da cuenta de que la llamada crisis de las instituciones debiese hoy cambiar de nombre para denominarla sin eufemismos como crisis de nuestra democracia. Los partidos se han debilitado frente a su rol representativo, los actores sufren desprestigio, la polarización se instaló y diseminó como la pandemia en las diferentes capas y, por si fuese poco, la violencia política se viene relativizando desde hace varios años.
La reacción de las fuerzas opositoras al nuevo gabinete no sorprende. Las trincheras han sido parte del paisaje desde hace ya tiempo en un Congreso que luego del cambio de sistema electoral no resolvió los problemas que lo inspiraron, por el contrario, solo los profundizó. La representación se hizo más relativa (enormes distritos imposibles de recorrer y más de treinta diputados elegidos con menos de un 5%), las coaliciones no se tratan como tal, y las agendas ideológicas -contra institucionales- llegaron para quedarse. Pero, sobre todo, el diálogo escasea, y esto, aunque parezca de Perogrullo, no es baladí, pues, la actividad política requiere de razonar y dialogar para poder deliberar, y eso es lo que hoy se ausenta en la labor de nuestros actores. Este déficit conforma parte del centro de gravedad del entuerto en que estamos, aun cuando puedan agregarse otros elementos que este análisis no alcance a recoger.
Hoy no importa lo que es más razonable, lo que es más justo, más conveniente, o más realista, porque la política ha desplazado -como parte del estadio sociocultural en que nos encontramos- la verdad. Transitamos sin referencias como Alicia buscando un sentido, pero sin éxito porque, al igual que en la novela de Lewis Carroll, las palabras no pertenecen a una comunidad, sino a la propia voluntad. Es por eso que, aun cuando las diferentes causas se revisten de una necesidad moral de cambio, la atmósfera vaciada de horizonte posibilita que aquellas no necesariamente opten por formas democráticas para ser canalizadas.
En concreto, puede resultar verosímil, pero poco honesto, criticar un posible escenario de desacuerdos, a raíz de una decisión presidencial como es el cambio de gabinete, si consideramos que esas mismas voces ignoraron antes los acuerdos logrados y relativizaron los enormes perjuicios que la violencia de octubre dejó en barrios pobres.
Hemos entrado en un espiral en el que la discordia política se agudiza, la palabra no significa, los acuerdos no valen, y las causas políticas no necesitan la guía de las normas democráticas. El tiempo político no se detiene, a la vez que no sabemos tampoco dónde irá a parar. Con todo, caminamos en dirección contraria a cualquier posibilidad de lograr una mejor convivencia. La polarización, la relativización de la violencia, la negación del diálogo, la ausencia de significados y marcos comunes no tienen como horizonte democracia ni sociedad deseable alguna.
Claudio Arqueros, El Líbero, 30 de julio de 2020