Por Jorge Jaraquemada
Hace meses que el gobierno parece obsesionado con su legado político. Suele apoyarse -y a ratos ufanarse- en algunas medidas logradas, como la reducción de la jornada laboral a cuarenta horas, el aumento del salario mínimo, varios proyectos de ley aprobados sobre orden público y el nuevo Ministerio de Seguridad. Y más recientemente ha sumado a esa lista la reforma de pensiones. ¿Pero basta esta enumeración -ciertamente breve- para dar forma a un legado de carácter político? ¿Alcanzan estas medidas para superar los desaciertos -¡y vaya que ha habido!- de los últimos tres años? ¿Acaso no cabría esperar más para un gobierno que se inauguró con pretensiones refundacionales y que pregonaba un estándar ético superior al que se había exhibido hasta entonces en la política nacional?
Las medidas, por relevantes que sean, y ciertamente la reforma de pensiones lo es, no se bastan a sí mismas si no se vinculan con el proyecto político que el gobierno tenía programado impulsar y, tal parece que algunas de ellas han derivado por un derrotero que está en las antípodas de lo que el gobierno proponía en sus inicios. Además, si se revisan en detalle el procedimiento y su contenido se vislumbra que poco tienen de logros propios del gobierno.
Por ejemplo, en el ámbito laboral todos los años se suele subir el sueldo mínimo, en mayor o menor medida, de manera que no parece un logro muy sustantivo. Los avances en el área de la seguridad pública fueron a contrapelo, presionados por una oposición que usó su capacidad negociadora para poner de relieve los temas que le son más propios y que -dada la crisis de seguridad- han sido especialmente resentidos por la ciudadanía. Y en la reforma al sistema de pensiones se podrán tener muchas opiniones sobre su bondad y oportunidad, pero lo que resulta bastante evidente es que no se acabó con las AFP -como fue la propuesta inaugural del gobierno- ni tampoco se introdujeron cortapisas a la capitalización individual como base del sistema.
Por otra parte, existe una crisis severa en dos temas claves para la ciudadanía, como son educación y salud. La educación pública se ha ido arruinando al mismo paso que su prestigio luego de la implementación de las reformas aprobadas en el último gobierno de Michelle Bachelet y nuestro sistema de salud ha sido incapaz de poner coto a las interminables listas de espera que han ocasionado la muerte de muchas personas.
Además, como marco de esos supuestos logros, los tres años de este gobierno que pretendía refundar la política nacional han transcurrido entre errores no forzados e impericia para conducir los asuntos públicos. Tal vez una mezcla de altanería -dada su autoproclamada superioridad moral- y de ineptitud, o bien de falta de madurez como prefieren decir sus adláteres. En efecto, cómo olvidar el debut del gabinete gubernamental con la huida de la ministra Siches desde Temucuicui, el desaire a Israel y la imprudencia del embajador ante España, la filtración de conversaciones entre equipos ministeriales, el inusual e infundado cambio de nombre a la institución “primera dama”, el manual que instruía cómo comportarse a la prensa, los indultos que beneficiaron a personas condenadas por hechos relacionados con el denominado “estallido social” y que resultaron tener un amplio prontuario delictual, el “caso convenios” con su mecanismo de extracción de recursos fiscales para provecho personal y/o político, el “caso Monsalve” y la renuncia al pilar feminista, la compraventa de la casa del ex Presidente Allende con flagrante infracción constitucional, la desprolijidad en la proyección de los ingresos públicos de la Dirección de Presupuestos y la ineficacia para dar una solución habitacional a los afectados por el grave incendio en Viña del Mar transcurrido hace ya un año.
En suma, la enumeración gubernamental para intentar la construcción de un discurso sobre su supuesto legado parece bastante precaria en sí misma, ha estado rodeada de conductas indolentes -cuando no negligentes- que invisibilizan esas medidas e incluso desmantelan ese relato y, además, no dice relación con el proyecto político que impulsó la coalición frenteamplista y que se reconoce, cual espejo, en la proposición que enarboló la Convención Constitucional. Esa propuesta que eliminaba el Senado y los equilibrios y contrapesos institucionales; que incluía un Sistema Nacional de Justicia donde el sistema tradicional debería coexistir en pie de igualdad con los sistemas de justicia de tantos pueblos originarios como hubiere; esa que definía a Chile como un Estado plurinacional con autonomías territoriales y escaños reservados para indígenas en cualquier órgano colegiado de representación popular; que proponía una radical visión ecocentrista; y que dejaba en la incertidumbre el derecho de propiedad y erradicaba la libertad de elegir en salud, educación y pensiones.
En la proyección de esas ideas y medidas -si es que se hubieran aprobado e implementado- habría que haber buscado el legado del gobierno y de Boric, pero ese bosquejo constitucional acabó bruscamente el primer año de gobierno, aquél épico 4 de septiembre de 2022 cuando, con una votación histórica y por una amplia mayoría, la ciudadanía rechazó categóricamente esa propuesta de la izquierda frenteamplista que contradecía el sentido común de los chilenos. Ese instante electoral clausuró el proyecto del gobierno y terminó por diluir o frustrar su pretendido legado.