Lo exigible y lo que no

Por José Ignacio Palma

Publicado en Suroeste, 13 de octubre de 2023

En las últimas semanas ―a propósito de la discusión constitucional en Chile, sobre las enmiendas que disponen “todo ser humano es persona” y “la ley protege la vida de quien está por nacer”―, han aparecido voces desde el centro liberal (ya sea un poquito más a la derecha, o un poquito más a la izquierda) exigiendo a consejeros constitucionales de inspiración cristiana un supuesto gesto de grandeza. En términos simples, la solicitud se resume de la siguiente manera: “Yo sé que usted piensa así, y lo respeto, pero por el bien de Chile, vote asá” (siendo esto último, era que no [1], muy parecido a lo que ellos mismos votarían de haber conseguido más consejeros).

La petición resulta curiosa, pues ella supone traicionar las bases de un sistema ―la democracia liberal― que ellos mismos han sido tan férreos en defender. Un breve repaso de ciertas cuestiones teóricas nos permitirá entender esta afirmación con mayor lucidez.

No es ningún misterio que la democracia liberal es un producto moderno que surge, entre muchas otras razones, debido al “estado de la guerra” ―diría Hobbes― en el que se encontraba sumergido Europa en tiempos de las guerras religiosas. La solución liberal parece simple: dada la imposibilidad de conciliar las distintas visiones sobre el bien último del ser humano, lo más sensato sería construir un conjunto de instituciones que permitan contrapesar intereses plurales y, por la vía de los votos, llegar a resoluciones no necesariamente verdaderas, pero ciertamente democráticas.

Sin dudas, este marco plantea desafíos no menores a la mentalidad cristiana. En su magistral The City of Man (1998), Pierre Manent se pregunta cómo lidiar con las verdades reveladas que, para Católicos y Protestantes, se traducen en la defensa y promoción de bienes humanos inconmensurables con ningún otro (por ejemplo, la vida de quien está por nacer). Para los modernos, desde Hobbes y Locke en adelante, la solución consiste en reducir el reclamo de veracidad de las distintas visiones religiosas a la categoría de mera subjetividad, convirtiendo la pregunta por el bien en una “elección entre manzanas, ciruelas y naranjas” (Manent, P; The City of Man).

Otra alternativa, dice el francés, es recurrir a Aristóteles. El filósofo griego reconocía, por una parte, la complejidad de comprender el bien humano en su plenitud, y que la actividad política dependería en la mayoría de los casos en el talento del gobernante para articular la pluralidad de bienes en conflicto e integrarlos en las decisiones de la Polis. También creía, sin embargo, que al evaluar prudentemente los distintos bienes en conflicto, un gobernante virtuoso sería capaz de identificar aquellos que poseen cierta preeminencia sobre los otros (Manent, P; The City of Man).

Así, señala Manent, el medioevo se caracterizó por la extensión de las influencias Católicas en el ejercicio del poder, justificándose en la virtuosidad de las verdades reveladas (esta sería, en algún modo, el camino aristotélico). Por su parte, las corrientes modernas se fundan en un cierto escepticismo que descarta de antemano la inconmensurabilidad, buscando ―aunque no siempre se reconozca― radicar las visiones religiosas en un papel secundario. Ya señalaba Montesquieu que el criterio por el cual se debe juzgar el triunfo del liberalismo es la efectividad con la que logra mermar el espíritu religioso, sustituyéndolo por comodidades materiales (Beiner, R; Civil Religion: A Dialogue in the History of Political Philosophy).

Hace ya tiempo que el mundo cristiano aceptó (Concilios de por medio y todo) el hecho del pluralismo contemporáneo y las reglas del juego del régimen democrático. Ello no significa que de pronto los bienes más sagrados hayan dejado de ser inconmensurables. Más bien, se hace un reconocimiento de la vía democrática y la esfera pública como los espacios idóneos para asegurar el intercambio pácifico de ideas, pero también para esgrimir argumentos que permitan convencer al otro y lograr las mayorías que hagan posible proteger los bienes humanos que tanto la fe como la razón nos mandatan a defender.

Esto, por supuesto, no ha sido sino a costa de evidenciar las contradicciones internas del liberalismo más omnicomprensivo. La primera contradicción quedó manifestada estas últimas semanas en el Consejo Constitucional: aun cumpliendo con todas las reglas del juego, se le solicita públicamente a los consejeros de inspiración cristiana “despejar lo valórico” [2], como señaló Gloria Hutt, aún a sabiendas de que ello se traduciría en la traición de la propia conciencia de dichos consejeros. Esto transgrede el presupuesto mismo de la democracia liberal y el escenario pluralista que ella sostiene: la posibilidad de toda persona y grupo de expresarse y votar de acuerdo con su propia concepción comprehensiva del bien. Así también, transgrede la razón por la cual el mundo cristiano no solo adscribe a dichas condiciones, sino por las cuales también lo ha defendido, incluso a veces con mayor ahínco que sectores con apellidos liberales.

Lo anterior nos lleva a detectar una segunda gran contradicción. En este tipo de instancias se hace notar que el liberalismo, lejos de las pretensiones de neutralidad a la cual los seguidores de Rawls nos tienen acostumbrados, también puede ser dogmático. En otras palabras, uno se pregunta si la razones de la solicitud de dejar la vida de quien está por nacer fuera del texto constitucional, o el reconocimiento de que todo ser humano es persona, se fundan en un deseo de construir un proyecto transversal, o más bien en las propias posiciones sobre el aborto y otras materias “valóricas”.

Si el centrismo liberal aspira a ser coherente con sus propias premisas, debiera aceptar que la “moderación” del texto tendría que ser un producto de la democracia procedimental, es decir, de los pesos y contrapesos que las reglas ofrecen. De esta manera, lo exigible es que el Consejo de Expertos ejerza sus atribuciones para sugerir reformas al proyecto de acuerdo al diseño del proceso constitucional, y que los consejeros, conservadores o no, atiendan dichas sugerencias con miras a aprobar un texto por 2/3. Lo que no es exigible, sin embargo, es la traición de la propia conciencia, sin la cual se destruyen los pilares que sustentan nuestra interacción en un mundo plural.

 

Notas

[1] Coloq. Chile: “no podía ser de otra manera”. Expresión más o menos equivalente a la mexicana “a poco no”, para expresar irónicamente una duda frente a algo que es obvio.

[2] Chile: “asunto moral, normalmente relacionado con sexualidad, acerca del cual existen distintas visiones en el mundo contemporáneo”. Se trata de una forma adjetivada de “valor” (palabra que otorga cierta connotación subjetiva y económica) distinta de “valioso”, pues no alude al hecho de que algo tenga un valor por sí mismo, sino al hecho de ser susceptible de ser valorado subjetivamente.